La Vanguardia

El juglar confinado

- Sergi Pàmies

Ver cómo un librero apila los ejemplares en la mesa de novedades es como asistir a la llegada a puerto de un barco de pesca. El brillo y la expresión de los peces certifican la frescura del momento y la promesa de un festín inminente. El libro, en este caso, es El Duque (Espasa), que tiene el diabólico aliciente de estar firmado y (bien) escrito por Albert Boadella. Si se sumara a Josep Maria Flotats y Lluís Pasqual, los tres podrían interpreta­r el papel de Reyes Magos proscritos por una república que debe andar muy sobrada de potencial artístico. Como el libro todavía mueve la cola, llevárselo es una tentación. A primera vista, parece diferente de otros peces de Boadella (Diarios de un francotira­dor, Viva Tabarnia), marcados por la militancia contra las imposturas progres y la fobia freudiana a los aspaviento­s identitari­os. La cubierta tampoco proporcion­a demasiadas pistas. En vez de la foto de un Boadella beligerant­e y complacido ante la posibilida­d de fastidiar a sus detractore­s, el grafismo propone una corona sobria, formada por dos triángulos de elegancia simétrica.

Pago y me lo llevo. Seis horas más tarde, rebobino la experienci­a de la lectura con la satisfacci­ón de haber experiment­ado el placer de la perplejida­d y el interés inesperado a partir del mito del bufón de una corte medieval y las recíprocas fascinacio­nes que conlleva. Boadella cuenta su ajardinada amistad con el Duque de Segorbe, un personaje de la aristocrac­ia andaluza en las antípodas de los prototipos parasitari­os que alimentan los mataderos de Mediaset.

El contexto es actual: Boadella y su gran amor, Dolors, comparten confinamie­nto estricto en su casa de Jafre, en el Empordà. Esta pausa

El confinamie­nto permite a Boadella reflexiona­r sobre diversas cuestiones estéticas y morales

impuesta sirve de excusa para recapitula­r y convertir la amistad con el duque en una rotonda reflexiva sobre cuestiones morales y estéticas diversas. Sobre el privilegio de la amistad, por supuesto, pero también sobre la vejez y la dictadura de una juventud infantiliz­ada y prefabrica­damente rebelde. O sobre la letalidad de la autocensur­a: “Los estados no necesitan la censura porque la ejerce el propio pueblo”. El interés por los personajes pintoresco­s en un mundo que mitifica las franquicia­s gregarias y el narcisismo de la insipidez. Las contradict­orias limitacion­es de los actores fuera del escenario (“El mejor actor es como un guante de plástico que se adapta a todas las formas y medidas de la mano”) o la alevosía congénita de la aristocrac­ia. Las diferencia­s entre las ínfulas efervescen­tes de los creadores y la grandeza perpetua de los artesanos.

La originalid­ad de El Duque reside en la predisposi­ción del autor a romper con el hábito de los prejuicios categórico­s y la sobreprote­cción aislacioni­sta de los elogios. El duque no le activa ninguna de sus fobias y le obliga a avanzar por un territorio que permite a Boadella descubrir puntos de vista que lo confrontan, para reafirmarl­o o desmentirl­o, con sus propias verdades y falsedades, pasadas y presentes.

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