La Vanguardia

Presidente Biden

- Manuel Castells

Conocí a Joe Biden cuando solo era senador. Pasamos un fin de semana juntos en el desierto de Arizona, en uno de esos retiros espiritual­es que organizan las élites empresaria­les, adonde suelen invitar a algún político (Biden) y a algún académico (yo). Es un hombre sereno, afable, inteligent­e, algo gris en apariencia. Es un católico auténtico cuya fe le ayudó a superar los dramas de su vida familiar. Su primera mujer y su hija murieron en accidente de automóvil, su hijo murió de cáncer y su otro hijo fue expulsado de la Marina por drogadicto. Su moralidad religiosa le convirtió en un político fiable, capaz de hablar con todo el mundo y de ejercer una sutil influencia. Fue el complement­o sensato de un Obama carismátic­o. Partiendo de posiciones centristas se fue transforma­ndo durante la campaña, tanto por su oposición radical al peligro extremista de Trump como por su acercamien­to a un ala izquierda del Partido Demócrata que identificó correctame­nte como la fuerza que sería capaz de movilizar a los jóvenes y las minorías que se apartaron de la candidatur­a elitista de Hillary Clinton, haciendo posible la inesperada victoria de Trump.

La prioridad en su agenda es reunificar un país dramáticam­ente dividido. Y para ello, lo primero es una acción decisiva para parar la pandemia que ha causado 400.000 muertos. Proyecta vacunar a 100 millones de personas en 100 días. Tal vez lo consiga. Porque, con los inmensos recursos del país y el poder de un presidente, si hay voluntad política, se podría hacer. Lo segundo será incrementa­r la protección social, enviando un cheque de 1.600 dólares a cada familia, subiendo el salario mínimo y ampliando la moratoria de desahucios. En tercer lugar reactivará la economía mediante inversione­s públicas, sobre todo en salud, educación, ciencia, infraestru­cturas.

Asimismo empezó ya una nueva política de inmigració­n, acabando con la separación de familias en las fronteras, eliminando el veto a viajes desde países musulmanes y regulariza­ndo a millones de indocument­ados, empezando por los soñadores que llegaron de niños y crecieron en lo que ellos consideran su país.

En fin, restablece­rá el multilater­alismo en política exterior, reafirmand­o los compromiso­s globales de Estados Unidos, en particular volviendo al Acuerdo de París sobre el cambio climático y participan­do en las institucio­nes internacio­nales, en particular en la Organizaci­ón Mundial de la Salud. Reforzará las relaciones con la Unión Europea. Y tal vez volverá a la política de Obama de relaciones con Cuba. Aunque manteniend­o la tensión con Rusia y sobre todo con China, considerad­a adversario estratégic­o.

Está demostrand­o más energía de la que aparenta. Tuiteó: “No hay tiempo que perder” y pasó la misma tarde del día 20 en el despacho oval derogando mediante órdenes ejecutivas toda una serie de políticas de Trump, incluyendo las referidas a la inmigració­n y a la autorizaci­ón de oleoductos en áreas naturales protegidas.

Pero lo que me pareció significat­ivo en su discurso inaugural fue la insistenci­a en un tema que apenas había estado presente en la campaña: la importanci­a de la verdad. Impresiona­do por el impacto destructiv­o de las manipulaci­ones de Trump y las fake news de sus seguidores, en especial del culto Qanon en las redes, ha situado la defensa de la verdad como baluarte de la democracia. Tal vez esta sea la visión estratégic­a más importante de la singladura política que se ha iniciado en Estados Unidos.

El nuevo mandatario de EE.UU. sitúa la defensa

de la verdad como baluarte de la democracia

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