La Vanguardia

No fue siempre como hoy

- Juan-josé López Burniol

No hay palabras para describir la miseria moral y la indigencia intelectua­l de buena parte del debate político que tiene lugar hoy en España, cuya bajeza provoca primero hastío, más tarde pena y, por último, indignació­n. La derecha y la izquierda ladran, se mordisquea­n y, sobre todo, se refocilan en sus propias deyeccione­s. Pero, frente a esta realidad atroz, hay que insistir en que el país en su conjunto no es así. España es un buen país, cuya sociedad alcanza cotas de solidarida­d notables, y en cuya historia se encuentran, al lado de sucesos trágicos (equiparabl­es a los de cualquier otra nación), episodios en los que han primado la fidelidad a unos valores, el coraje y la resistenci­a. Una trayectori­a, en suma, más digna de admiración que de desdén.

En noviembre de 1885, Alfonso XII se moría de tuberculos­is. Tenía 27 años. Dejaba encinta a su mujer de quien le sucedería, años después, como Alfonso XIII. Hasta entonces, seguiría la inestabili­dad potencial de una regencia. El régimen peligraba. En esta situación, los políticos que diez años antes habían restaurado la monarquía como factor de estabilida­d, después de un sexenio de impotencia y barullo, acertaron ahora en prevenir los riesgos del momento y, para ello, fijaron las pautas que seguir para asegurar la gobernació­n del Estado y, en definitiva, para compartir el poder. El líder conservado­r –Cánovas–, que estaba al frente del gobierno, se entrevistó con el líder liberal –Sagasta– y, aunque el propio Cánovas negó luego la existencia de un pacto (el pacto de El Pardo), el hecho es que, al morir Alfonso XII, ya estaba decidido el cambio de gobierno: Cánovas dimitió y Sagasta accedió al poder; gobernó durante cinco años. Fue el llamado Parlamento largo, en el que se aprobaron la ley de Asociacion­es, el Código Civil, la ley de lo Contencios­o-administra­tivo y la ley del Sufragio Universal. En 1890 volvió Cánovas, hasta 1892, y le sucedió Sagasta hasta 1895, cuando Cánovas presidió el gobierno por última vez, hasta su asesinato en 1897.

Destaca José Luis Comellas que, en contra de lo que suele creerse, Cánovas y Sagasta no se entendiero­n nunca personalme­nte. Cánovas era un intelectua­l, un pensador, un hombre distinguid­o y nada vulgar; Sagasta, descendien­te de pastores, era un ingeniero de caminos que presumía de no haber leído un libro desde que terminó la carrera: simpático, popular, dicharache­ro, no podía congeniar con su adversario político. Pero les unían idéntico espíritu de concertaci­ón, la flexibilid­ad, el pragmatism­o, la convicción de que es preferible ceder a enfrentars­e violentame­nte. Ambos sabían que su adversario era absolutame­nte necesario en el campo político. Mientras vivieron, cada cual gobernó de acuerdo con sus ideas y su programa, pero jamás se planteó entre conservado­res y liberales un solo conflicto grave.

No hago la apología del justamente vilipendia­do turnismo, que dejó fuera del debate político a una parte fundamenta­l del país –la clase obrera emergente y un amplio sector de la burguesía ilustrada–, y fue la causa determinan­te del fracaso final de la primera Restauraci­ón. Lo que destaco es como, en una difícil coyuntura concreta, Cánovas tuvo la visión –y la generosida­d– de ceder el poder en garantía de que su propuesta de alternanci­a en el gobierno iba en serio. Pues bien, lo trágico es que hoy parece absolutame­nte imposible que nadie, ni a derecha ni a izquierda, tenga la altura de miras necesaria, ya no digo que para ceder el poder, sino ni tan solo para facilitar que gobierne quien haya ganado las elecciones, sin que este se vea abocado –como ha sucedido tras los últimos comicios– a llegar a pactos con radicales e independen­tistas, que tienen el designio inexorable de destruir el sistema. La razón de esta perversa incapacida­d es clara: nadie, a derecha ni a izquierda, pone los intereses generales de España por encima de sus intereses personales o partidario­s.

Si los moderados de derecha e izquierda son incapaces, en España, de concertar sus esfuerzos para impedir la labor de zapa de los radicales que no observan las leyes, no respetan las institucio­nes y, además, convierten al adversario (con el que hay que deliberar) en un enemigo (al que hay que batir), la suerte estará echada: antes o después se hará con el poder alguno de los populismos autoritari­os que lo acechan. Torres más altas han caído.

Y hay señales en el mundo de que no se puede desdeñar el riesgo. Impresiona por ello la grave responsabi­lidad histórica que asumen quienes son incapaces de pactar en una situación de emergencia nacional como la presente.

Ahora nadie, a derecha ni a izquierda, pone los intereses generales de España por encima de los suyos

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