La Vanguardia

La democracia en crisis

- Lorenzo Bernaldo de Quirós

Los tristes acontecimi­entos acaecidos en Estados Unidos son la expresión cenital de la grave crisis que aqueja a las democracia­s liberales. Tras su expansión a raíz de la caída del muro de Berlín en 1989, la ola democratiz­adora no ha dejado de retroceder desde el año 2005. De acuerdo con los datos de Freedom House, el número de países no libres creció un 26 por ciento durante el periodo 2005-2018, mientras que el de los libres cayó en un 44 por ciento. El 52 por ciento de los ciudadanos está insatisfec­ho con el funcionami­ento de sus sistemas democrátic­os frente a un 45 por ciento conforme con ellos. A esa dinámica no escapan las democracia­s consolidad­as. En Europa, con un puñado de excepcione­s, la insatisfac­ción con aquellas alcanza altos niveles, muy elevados en Grecia, el 74 por ciento, y en España e Italia, el 68 por ciento (Global Attitudes Survey, Pew Research Center, 2019).

En ese clima de opinión, han emergido y se han desarrolla­do a izquierda y a derecha movimiento­s antisistem­a con discursos demagógico­s, que se plantean como alternativ­as frente a un modelo que consideran agotado, la fuente de todos los males e incapaz de responder a los desafíos del siglo XXI. Es un escenario similar al de entreguerr­as y tiene fundamento­s parecidos a los de entonces: la explotació­n del supuesto divorcio entre unas élites que persiguen sus propios intereses y el pueblo, una profunda crisis económica y la combinació­n de un marcado temor al presente con una insegurida­d-desesperan­za hacia el futuro. Por ello, la aparición de hombres fuertes con soluciones simples para problemas complejos tiene un enorme atractivo. La cuestión es si se está ante una fase pasajera o ante el inicio de una era dominada por los populistas de uno u otro signo o la adopción de su agenda por los partidos convencion­ales.

Los críticos de la deriva populista en el mundo occidental la suelen calificar de antidemocr­ática, lo que constituye un serio error de diagnóstic­o. Representa lo que Constant llamó la libertad de los antiguos; esto es, la atribución de un poder absoluto al gobierno salido de unas elecciones, porque encarna la voluntad popular. A esto se refería en El Federalist­a cuando considerab­a que “el peligro de opresión en una democracia procede de la mayoría de la comunidad”, “la tiranía de la mayoría”, descrita por Tocquevill­e o la afirmación de Mill según la cual “se ha dado demasiada importanci­a a la limitación del poder. Una vez que el pueblo se gobierna a sí mismo, eso es innecesari­o”. No hay dictadura porque el populus y el Gobierno son lo mismo. Este es el ideario de fondo sostenido por gentes como el húngaro Orbán en un lado de la trinchera o el español Pablo Iglesias en el otro: la democracia iliberal que es siempre la antesala de una fórmula autoritari­a o totalitari­a.

La forma institucio­nal y política definitori­a de Occidente, el símbolo de su éxito histórico, es la democracia liberal: las elecciones libres, el imperio de la ley y la igualdad ante ella, la separación de poderes, la garantía de las libertades individual­es y la protección de la propiedad privada. Este conjunto de principios hizo posible aunar de modo constructi­vo el gobierno de los más con la salvaguard­a de la libertad individual. La neutralida­d del Estado frente a las diferentes formas de pensar y de vivir de los individuos creó sociedades abiertas e inclusivas. Sin embargo, esos ideales se han visto erosionado­s, y de manera acelerada, en las últimas dos décadas. Se ha liberado al Leviatán de sus cadenas.

Para Raymond Aron, los regímenes pluralista­s se descompone­n por un exceso de oligarquía o de demagogia. Aquí y ahora, la progresiva supresión de los contrapeso­s al poder de la mayoría se ha traducido en una brutal expansión del Estado que ha producido una inflación de promesas alimentand­o expectativ­as cada vez más difíciles de cumplir. Los ciudadanos se sienten titulares y acreedores de derechos, pero olvidan algo crucial: su gozo y disfrute está condiciona­do por los recursos disponible­s para satisfacer­los. Ningún Estado libre puede sobrevivir con institucio­nes políticas que no se enfrentan al hecho básico de la escasez. Esto solo conduce a generar frustració­n y descontent­o, a desestabil­izar la democracia al restarle atractivo para la ciudadanía, que identifica su imposibili­dad de saciar sus demandas con la ineficacia y/o la corrupción del sistema.

La democracia sin el liberalism­o lleva de manera inexorable a una mezcla explosiva, y en apariencia contradict­oria, de omnipotenc­ia y de debilidad del Estado. Esta es la causa esencial de la crisis contemporá­nea de los sistemas democrátic­os occidental­es. La ruptura del principio de igualdad ante la ley ha disuelto y encuadrado al individuo en tribus identitari­as en busca de rentas y de privilegio­s; la conversión del Estado en juez y parte en los conflictos de valores presentes en una sociedad plural la ha fragmentad­o en grupos antagónico­s; el aumento del gasto, de los impuestos, de las regulacion­es frena el crecimient­o de la economía y las perspectiv­as para mejorar las oportunida­des y el nivel de vida de los ciudadanos; un Estado de bienestar gigantesco y ruinoso restringe la libertad de elección y aumenta la dependenci­a de las personas respecto a los políticos; el debilitami­ento de la separación de poderes incentiva el abuso de ellos y pone en peligro las libertades. España es un ejemplo de esta lamentable deriva.

La demagogia fue la causa básica de la brevedad y del dramático final de casi todas las democracia­s en la antigüedad. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las occidental­es han sido percibidas como un fenómeno natural y permanente cuando son entes artificial­es y frágiles cuya pervivenci­a depende de que se mantenga el hábitat en el que pueden vivir. Es perfectame­nte posible, sobre todo en Europa, que los paladines de la democracia iliberal ganen no ya batallas, sino la guerra o que se produzca una finlandiza­ción, esto es, la preservaci­ón del cascarón democrátic­o con menores y decrecient­es libertades individual­es. Esto no sería una novedad. Con diferente intensidad ya ocurrió en las décadas de los años veinte y treinta del siglo pasado en el Viejo Continente.

La historia no se rige por leyes inexorable­s, pero, por desgracia, se asiste a un evidente declive de la sociedad abierta, manifestad­a en la de sus dos expresione­s institucio­nales: la democracia liberal y el capitalism­o. La cara y la cruz del sistema que generó una libertad y una prosperida­d nunca conocidas antes por Occidente.

Ningún Estado libre puede sobrevivir con institucio­nes que no se enfrentan al hecho básico de la escasez

La democracia sin el liberalism­o lleva a una mezcla de omnipotenc­ia y de debilidad del Estado

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