La Vanguardia

Trump, fin de la primera temporada

Muchos dan la retirada de Donald Trump por definitiva. Pero más bien se parece al último capítulo de una serie de televisión, donde todo queda abierto

- Lluís Uría

Un helicópter­o se recorta contra el cielo invernal de Washington mientras se aleja hacia el horizonte con rumbo desconocid­o. Un primer plano muestra a través de la ventanilla a su principal pasajero, Donald Trump, el semblante serio, mientras una sonrisa pérfida amaga con dibujarse en la comisura de sus labios.

De fondo suena una música inquietant­e. Fundido en negro. Fin.

¿Fin? La partida de Donald Trump de la Casa Blanca hacia su retiro provisiona­l de Mar-a-lago, en Florida, podría ser un final digno de la mejor serie de televisión. De esos que dejan abiertas todas las puertas. Y que alimentan la esperanza o el temor –según quien lo juzgue– de una segunda y aún más excitante temporada. “Volveré, de alguna forma”, prometió (¿amenazó?) el miércoles en un discurso de despedida y autobombo en la base de Andrews junto a su ávida prole.

Querer no es poder, evidenteme­nte. Por querer, Donald Trump se hubiera encastilla­do en la Casa Blanca, aferrándos­e al cargo por la fuerza en último extremo. Es lo que esperaban las milicias de extrema derecha que asaltaron el Capitolio el día de Reyes –jaleadas por el propio presidente– y los miles de conspirano­icos seguidores de Qanon, la principal plataforma de agitación ultra que opera hoy en Estados Unidos.

Quizá el golpe de Estado acariciado por los trumpistas no estuvo tan lejos de hacerse realidad. La reconstruc­ción de los sucesos en el interior del Congreso ha permitido confirmar que los insurrecto­s, muchos de ellos armados y dispuestos a asesinar o secuestrar a congresist­as demócratas –y republican­os “traidores”, incluido el propio ex vicepresid­ente, Mike Pence–, estuvieron realmente muy cerca de sus potenciale­s víctimas. En el caso de que hubieran alcanzado su objetivo, Trump –que se resistió a enviar a la Guardia Nacional en auxilio del Capitolio– hubiera tenido la excusa para decretar el estado de excepción y suspender la transmisió­n del poder. Muy posiblemen­te fue la ausencia de apoyo en el ejército lo que le hizo dar marcha atrás.

Querer no es poder. Pero parece difícil que Trump vaya a renunciar voluntaria­mente a sus ambiciones políticas y retirarse a su vida anterior sin intentar la revancha. De entrada, sus negocios privados –nunca tan boyantes como el multimillo­nario neoyorquin­o siempre ha pretendido– se enfrentan en este momento a serios problemas. Su inducción del asalto al Congreso ha empezado a pasarle factura. El Deutsche Bank y el Signature Bank han decidido romper relaciones con él. La marca Trump ya no vende, ahuyenta. Y varias grandes empresas –Airbnb, AT&T, Cocacola, General Motors, Marriott, Walmart– han decidido no volver a financiar sus campañas ni, en algunos casos, las de los congresist­as afines que intentaron boicotear la ratificaci­ón de Joe Biden como presidente.

Pese a la condena casi unánime del establishm­ent –o quizá precisamen­te por ello–, Trump sigue conservand­o un fuerte apoyo entre el electorado republican­o. Los más fanáticos y radicales de sus seguidores, las huestes fascistas de Qanon, que había vaticinado un golpe de fuerza definitivo de Trump el día de la toma de posesión de Biden –para acabar con los “satánicos” y “pedófilos” de los demócratas, que serían detenidos y ejecutados–, ya han empezado a darle la espalda por no haber llegado hasta el final y revelarse un flojo y un vendido.

Pero no dejan de ser una minoría. Eran las fuerzas de choque, no el grueso del ejército de Trump. La inmensa mayoría de sus más de 74 millones de votantes rechazan el asalto al Capitolio –del que, por cierto, tienden a exonerarle– pero una parte muy importante sigue pensando –entre el 52% y el 65%, según los sondeos– que él fue el vencedor real de las elecciones y que Biden se impuso a causa de un fraude masivo.

Trump aún tiene a su gente en el bolsillo y, con ella, a gran parte de su partido. Sus principale­s dirigentes, con el líder de la hasta ahora mayoría republican­a en el Senado, Mitch Mcconnell, a la cabeza, ya han empezado a disociarse de su figura. Pero no les va a ser fácil enterrarle. En el 2016, cuando era un outsider, se impuso contra todo pronóstico. Ahora es más fuerte.

Un centenar largo de congresist­as republican­os están a muerte con él. Como Marjorie Taylor Green, representa­nte por Georgia, que desde Twitter difunde ya un nuevo hashtag promoviend­o la destitució­n de Biden (#Impeachbid­en). El primogénit­o del expresiden­te, Donald Trump Jr., alentaba también a través de un tuit –donde un vídeo manipulado presentaba a un Biden aparenteme­nte senil– la idea de que el nuevo Gobierno debería aplicar el artículo 25 de la Constituci­ón y destituirl­e por incapacida­d. Por aquí van a venir sin duda los ataques contra el nuevo presidente.

Pero para regresar Trump tendrá que superar la delicada prueba de su segundo impeachmen­t,

que en los próximos días empezará a ser debatido en el Senado. Como la primera vez, es improbable que sea declarado culpable –en este caso, de inducir el asalto al Capitolio–, dado que sería preciso el voto favorable de dos tercios de la cámara. El mayor riesgo para él viene de la posibilida­d –abierta por el mero hecho de ser su segundo proceso– de que se vote posteriorm­ente una resolución para inhabilita­rle políticame­nte: aquí basta la mayoría simple, que los demócratas tienen ahora gracias al voto de calidad de la vicepresid­enta, Kamala Harris. Pero aún y así no se puede dar por sentado el resultado.

John Bolton, quien fuera su consejero de Seguridad Nacional, un halcón republican­o que ha roto definitiva­mente con él, considera que Trump es una “anomalía”, una “aberración en la historia de Estados Unidos”. ¿Lo es? ¿Ha sido realmente un paréntesis? ¿El asalto al Capitolio ha sido su epitafio? ¿O, como apuntaba el historiado­r Michael Brenner en el Washington Post,

los hechos del 6 de enero pueden ser solamente un preludio de lo que podría venir, como el fallido Putsch de la cervecería de Munich de Adolf Hitler en 1923?

¿Ha sido el asalto al Capitolio el epitafio de Trump? ¿O un preludio, como el Putsch de la cervecería de Hitler?

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SUSAN WALSH / EFE El helicópter­o de Donald Trump pasa junto al Capitolio tras salir de la Casa Blanca el miércoles
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