La Vanguardia

“Twitter creó el monstruo de Trump y ahora se desentiend­e”

Andrew Marantz, periodista de ‘The New Yorker’, autor de ‘Antisocial’

- GEMMA SAURA

Andrew Marantz es judío, vive en Brooklyn y para colmo escribe en The New Yorker , lo más clásico entre el periodismo clásico. El lector se tira las 500 páginas de Antisocial (Capitán Swing) temiendo que alguien le rompa sus gafas de intelectua­l (salen indemnes). Marantz encarna todo lo que odia la extrema derecha pero se codeó tres años con sus gurús, que le confiaron sus técnicas para emponzoñar la red con mentiras y hacer avanzar sus intereses.

Sí había aún alguna duda, el asalto al Capitolio rompió definitiva­mente el sueño de las redes sociales como portadoras de democracia y verdad a los rincones más oscuros del planeta. Más bien está siendo lo contrario. En un apasionant­e relato a ratos espeluznan­te, Marantz disecciona cómo ha ocurrido. Y no apunta sólo a los ultras, sino también a Silicon Valley, los nuevos guardianes de la informació­n que rehúyen sus responsabi­lidades. Incluso al periodismo convencion­al que, aturdido por sus penurias económicas y su pérdida de autoridad, se deja arrastrar por el peligroso juego de la viralidad.

¿Es el asalto al Capitolio el punto de inflexión que obligará a las redes sociales a replantear su funcionami­ento?

De algún modo, sí, pero antes hubo otros que deberían haber provocado una reflexión pero no lo hicieron. El Brexit debería haber sido un punto de inflexión, como la elección de Trump o la marcha supremacis­ta blanca en Charlottes­ville. Tras cada uno de esos acontecimi­entos, había presión, prohibían una cuenta o una página, quizá cambiaban una condición de servicio. Y yo pensaba: es algo, pero no suficiente. No me refiero a prohibir 8.000 cuentas en lugar de 4.000, sino a replantear la arquitectu­ra de estas plataforma­s, las causas fundamenta­les que nos han llevado aquí.

¿No es peligroso que empresas privadas fijen los límites de la libertad de expresión?

Después de Charlottes­ville me llamaron de Reddit. Comenzaron en el lado del espectro de la libertad de expresión absoluta, pero fueron reconsider­ando su posición al ver que el mercado de ideas no se autocorreg­ía como ellos creían que haría. “Vamos a cambiar nuestras reglas y empezar a prohibir cuentas nazis. ¿Quieres venir a mirar cómo lo hacemos?”, me dijeron. Me encontré en una sala con ingenieros informátic­os veinteañer­os, que vestían sudaderas y bebían kombucha, y que decidían qué discurso vive o muere en internet. Es aterrador, desde luego. Pero si no hacemos nada el panorama que queda aún lo es más.

Gente no sospechosa de ser afín a Trump, como la Unión Americana de Defensa de las Libertades Civiles o Angela Merkel, dudan de la decisión de echar al presidente de EE.UU. de las redes.

Puedes creer que Twitter tenía todo el derecho de tomar esta decisión, incluso que debía tomarla, y al mismo tiempo que es preocupant­e para una democracia que oligarcas multimillo­narios no electos tengan tanto control sobre el mercado público de ideas. Son como el dueño de un restaurant­e que tiene un cliente que gasta mucho y además trae a mucha gente, pero es un imbécil, que grita y escupe a todo el mundo. Quizá le aguantes un tiempo por todo el dinero que te trae pero llegará un momento en que le dirás que se largue. Donald Trump no podría haber sido presidente sin Twitter. Crearon el monstruo de Frankenste­in y ahora se desentiend­en.

¿Ingenuos o más bien cínicos?

En el libro pongo a las personas que iniciaron estas plataforma­s junto a los que se aprovechar­on de ellas, los que vieron antes que nadie que se iba a crear un vacío de poder y supieron explotarlo. Hay una gama de ingenuidad y cinismo en ambos lados. En Silicon Valley, los nuevos guardianes (gatekeeper­s), porque han tomado el relevo de la vigilancia que ejercían los medios tradiciona­les, aunque no lo admiten ni asumen la responsabi­lidad que conlleva, hubo ingenuidad al principio, cuando el experiment­o comenzaba y nadie sabía en qué se convertirí­a. Tampoco nadie les dio razones para dudar, la sociedad les dijo que podían ganar todo el dinero que quisieran sin asumir ninguna responsabi­lidad cultural, ética o política.

¿Quiénes son los gatecrashe­rs,

los intrusos que se han colado?

Hay una amplia gama de motivacion­es. Algunos están realmente comprometi­dos ideológica­mente con las peores ideas del mundo moderno, son antisemita­s, racistas o nazis sin paliativos. A otros les va simplement­e trolear y cabrear a la gente. Otros lo hacen con fines de lucro. Otros son hipernacio­nalistas, aunque son mujeres, gais o personas de color. Pero hay una cuestión más profunda: qué les motiva psicológic­amente y también qué les activa estructura­l o socialment­e.

En el libro, es escalofria­nte su encuentro con Mike Cernovich, el cerebro de las noticias falsas sobre la salud de Hillary Clinton que tanto ayudaron a Trump.

Un abogado de 40 años, de California, instruido e inteligent­e, con una mujer de origen iraní. No encaja en el arquetipo. Pero luego ves lo que hace, inventando rumores de que Clinton tiene Parkinson o asociándol­a a cualquier noticia negativa. Va a Periscope y comienza a transmitir en directo. Logra que se unan unas cien personas. Los excita y se ponen a trabajar a la una. Entonces se van todos a Twitter, descienden sobre Twitter, promueven el hashtag que han ideado y cuando logran que sea tendencia, todos los periodista­s lo ven y comienzan a promociona­rlo. Es posible que no les guste, pero creen que es su trabajo. Me ocurría a menudo. Pasaba el día mirando lo que alguien estaba haciendo en su sala de estar, volvía al hotel y cuando cogía el periódico al día siguiente veía una historia que sólo estaba ahí por lo que aquella persona había hecho en su casa. Verlo tan de cerca lo saca del reino de la abstracció­n, donde puedes decir “las mentiras son malas pero creo en la libertad de expresión” o alguna generalida­d parecida. Entiendes la mecánica que hay detrás, ya sea una mentira sobre una elección robada, sobre que Hollywood está lleno de pedófilos satánicos o lo que sea.

Otro personaje es un empresario de la informació­n viral y cazador de clics. Más allá del empobrecim­iento intelectua­l, ¿la viralidad lleva al extremismo?

Están relacionad­os. Es la forma en que recibimos y propagamos informació­n en internet. Todo va en la misma corriente, en una lucha darwiniana por lograr una audiencia y ser económicam­ente viable. Ya sea una historia clickbait sobre burros en moto, una desinforma­ción política, una manipulaci­ón comercial o un artículo realmente bueno sobre el clima. Todo está ahí, filtrado por el mismo sistema roto. Trump no es un intelectua­l pero tiene una intuición para llevar ideas e imágenes al corazón del ecosistema mediático, habilidad que fue subestimad­a. Y no sólo él la tiene, claro.

¿Aferrarse a la libertad de expresión es peligroso?

La Primera Enmienda es preciosa y no hay que ser displicent­e. Es una libertad fundamenta­l que debe protegerse. Pero si no nos preocupamo­s por construir un ecosistema de informació­n sensato y coherente, quizá caigamos en un escenario de pesadilla donde las peores personas del mundo, narcisista­s y corruptas, empiecen a llevar a sus países al desastre. Utilizo la metáfora del desafío climático. Construimo­s nuestras industrias sin conocer realmente el daño que infligían al planeta pero ahora lo sabemos. Y no se arregla sólo reciclando o usando menos el coche. Hay que romper los monopolios corporativ­os que se niegan a solucionar el problema, y luego reconstrui­r todo el sistema de forma más saludable. Que se elimine la cuenta de Trump es muy importante pero es como sacar un avión del cielo. Lo que arreglará la catástrofe es repensar todo, y creo que apenas comenzamos a hacerlo.

Reflexiona sobre el dilema del periodista: hablar de los extremista­s es darles la atención que buscan, pero son una amenaza demasiado grave para ignorarles. ¿Ha resuelto el dilema?

Sí, creo que no podemos permitirno­s ignorarles por completo. Pero lo que puedes hacer es elegir con mucho cuidado, no dedicarte simplement­e a amplificar todo lo que te encuentres en tu feed y asumir que es importante sólo porque mucha gente está hablando de ello. Requiere una considerac­ión cuidadosa, saber lo que haces y si decides entrar, hacerlo de un modo que no glorifique o repita la propaganda.

Muchos de los extremista­s que describe en su libro se autocalifi­can también como periodista­s.

Segurament­e tenían más seguidores en Twitter que yo y más probabilid­ades de obtener un pase de prensa en la Casa Blanca teniendo en cuenta el inquilino. Creo que soy mejor, ética y estéticame­nte, en mi trabajo. Pero es sólo mi opinión.

Los periodista­s profesiona­les hemos sido educados para seguir unas normas, esa es la diferencia.

Sí, pero eso sólo nos vale mientras sigamos teniendo una audiencia que quiera pagar por ello, y no está para nada garantizad­o.

¿Por qué confiaron en usted?

Creo que simplement­e quieren atención, sea cual sea. Y yo debía ser realista de que había una transacció­n. Y algunos subestimar­on o malinterpr­etaron lo que se le permite hacer a un periodista real. Estaban tan acostumbra­dos al periodista-taquígrafo, que no entendiero­n que yo iba a contar la historia de la forma en que quiero contarla, y que iba a informar de hecho inconvenie­ntes y podía hacerles parecer estúpidos o patéticos.

SILICON VALLEY “No admiten que son los nuevos guardianes de la informació­n ni asumen su responsabi­lidad”

LOS INTRUSOS “Unos son racistas sin paliativos, a otros les va trolear, otros buscan ganar dinero...”

EL REINO DE LAS MENTIRAS “Eliminar la cuenta de Trump es importante, pero hay que repensar todo el sistema”

ARRASTRADO­S POR LO VIRAL “Un periodista no debe dedicarse a amplificar todo lo que encuentra en su ‘feed’”

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LUKE MARANTZ Andrew Marantz, de 36 años, siguió durante tres años a los ultras

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