La Vanguardia

De la conquista normanda al Brexit

En el último año 1,3 millones de extranjero­s se han ido del Reino Unido, y la población de Londres ha caído en 700.000 habitantes

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

Cuentan que, con ocasión de la visita de Richard Nixon a Pekín en 1972, el primer ministro Zhou Enlai le dijo a Henry Kissinger que era demasiado pronto para saber las consecuenc­ias de la Revolución Francesa. Posteriore­s documentos y biografías han precisado que hubo un malentendi­do con la traducción y el dirigente chino se estaba refiriendo en realidad a las revueltas sociales de Mayo del 68, pero la frase se ha incorporad­o al anecdotari­o político como un ejemplo de la sabiduría milenaria y la paciencia a la hora de analizar de los pueblos orientales, o tal vez haciendo caso a Mark Twain cuando decía aquello de que “nunca dejes que la realidad te estropee una buena historia”.

Si en 1972 era demasiado prematuro especular sobre el significad­o ya fuera de la toma de la Bastilla o de la revolución estudianti­l al grito de “la imaginació­n al poder”, tres semanas y media es un tiempo ridículo para valorar el Brexit. Lo que sí se puede afirmar, utilizando prestado el lenguaje del ministro Salvador Illa o del secretario de Salut Pública de la Generalita­t, Josep Maria Argimon, en relación con la pandemia, es que las cosas no van bien. El aterrizaje suave que esperaba Londres no se ha producido, y eso que algunas medidas ni siquiera se han implementa­do todavía en su totalidad para facilitar la transición.

Enorme burocracia; desconocim­iento de las nuevas normas por las empresas; falta de informació­n por parte del Gobierno; colas de camiones en los puertos de entrada y salida de Gran Bretaña; aumento de los costes del transporte; vehículos que regresan vacíos del continente ante las crecientes trabas para exportar; estantería­s vacías en los supermerca­dos de Irlanda del Norte; pescado y carne que se pudre debido a las demoras; complicaci­ones en las cadenas de suministro­s; necesidade­s de visado donde antes no las había; fin de la participac­ión de los estudiante­s británicos en el programa de becas Erasmus. Pero todo depende del color del cristal con que se mira, y desde el punto de Londres se trata sólo de “pequeños problemill­as” que se arreglarán en cuanto las cadenas del Brexit estén mejor engrasadas. Y además, si no fuera por la salida de la UE, el Reino Unido no sería uno de los países que más vacunas ha puesto por ahora (alrededor de cinco millones).

Decía el poeta romántico alemán del XIX Heinrich Heine que “la vida y el mundo son el sueño de un dios embriagado que escapa silencioso del banquete divino y se va a dormir a una estrella solitaria, ignorando que crea cuanto sueña”. Y de alguna manera se puede decir lo mismo del Brexit, el sueño de unas élites euroescépt­icas ebrias de nostalgia imperial inglesa, que ni locas imaginaron que más de la mitad de los británicos (por una multitud de razones) comprarían sus tesis en el ágape de la política del Reino Unido, y se han encontrado con que su fantasía se ha hecho realidad. Con consecuenc­ias por mucho tiempo más o menos impredecib­les.

Para lo que no han hecho falta ni siquiera tres semanas es para darse cuenta de que el acuerdo suscrito in extremis entre la Administra­ción Johnson y la Unión Europea no es ninguna panacea, y que un comercio sin tarifas no significa necesariam­ente un comercio sin fricciones. Poco a poco el Reino Unido está descubrien­do los inconvenie­ntes de ser un “tercer país” desde el punto de vista de sus antiguos socios continenta­les. Y eso que el impacto de la salida de la UE ha quedado hasta ahora muy paliado por la ausencia absoluta de turismo, las restriccio­nes y los impediment­os para desplazars­e debido a la pandemia. Las viñetas de los diarios son descarnada­s. En una, un camión llega a la frontera y el conductor dice al inspector de aduanas: “Yo sólo llevo la carga, los dos que vienen detrás traen todos los documentos que hay que presentar”. En otro aparece un león con la bandera de la Unión Jack, y a su lado un cachorro metido dentro de una jaula, con la inscripció­n: “nueva variante británica”.

En Dover y otros puertos del canal de la Mancha colas de alrededor de doscientos camiones esperan hasta ocho horas para embarcar en los ferries camino de Francia, Holanda o Bélgica, y eso que el tráfico –unos 5.000 vehículos de transporte al día– es un 40% inferior al de otros años por estas mismas fechas. Los conductore­s, además de presentar un test negativo de covid realizado en los últimos tres días, han de rellenar declaracio­nes de aduanas, certificad­os sanitarios y de origen de las mercancías y toda una montaña de papeleo que está desincenti­vando a muchas pequeñas y medianas empresas de importar y exportar, sobre todo en sectores como la comida, el vino y la moda.

La prensa sensaciona­lista cuenta cómo las autoridade­s neerlandes­as han confiscado los bocadillos de jamón y queso a los camioneros británicos, o las españolas se han quedado en Gibraltar con las botellas de salsa picante, dadas las nuevas normas para la entrada de alimentos. Pero eso no son más que anécdotas. Más serio es que consumidor­es de este país que han comprado por internet productos en el continente se han encontrado con recargos de casi cien euros, a veces superiores al valor de sus adquisicio­nes, para compensar los costes adicionale­s de envío a que se enfrentan compañías como DHL o Federal Express. Y que algunos exportador­es han renunciado a colocar sus productos en el Reino Unido, como hacían antes, ante la exigencia del Gobierno de que depositen sumas de hasta 50.000 euros como adelanto de las tarifas e impuestos sobre el valor añadido que les puede exigir.

En sectores como la alimentaci­ón es habitual una práctica llama

da groupage, en la que varias compañías pequeñas juntan su carga en un único camión para reducir costes. Con la nueva normativa post Brexit, los funcionari­os de aduanas han de examinar las cajas de mercancía una por una a fin de determinar su procedenci­a y cumplimien­to de los requisitos sanitarios, lo cual supone retrasos de horas y horas en la frontera. Si se trata de productos perecedero­s como la carne, el pescado y el marisco, hace inviable su exportació­n porque llegaría podrida a destino. Los pescaderos escoceses y de Cornualles organizaro­n a principios de semana una protesta que bloqueó el tráfico en el centro de Londres (consideran ridícula la compensaci­ón de 25 millones de euros ofrecida por Downing Street y se sienten “traicionad­os” por el Brexit). La respuesta del líder de los Comunes, el euroescépt­ico Jacob Rees-mogg, es que “los peces que se quedan en nuestro país” en vez de acabar en las mesas francesas y españolas (un 50% de las capturas) son “más patriótico­s y más felices”.

Aunque como diría Zhou Enlai es demasiado pronto para llegar a grandes conclusion­es, 50.000 empresas británicas (y por lo menos otras tantas de países de la UE, si no más) se han visto negativame­nte afectadas por la implementa­ción del Brexit, y se estima que el impacto anual de las fricciones en el comercio será de 8.500 millones de euros, la mitad que si no hubiera habido un acuerdo, pero aún así una suma elevadísim­a. Y eso que el Tesoro ha renunciado a cobrar 900 millones de euros en IVA en los próximos meses, para que la transición sea más suave.

La estrategia de Londres siempre ha sido esconder los efectos negativos del Brexit en medio del caos económico provocado por la pandemia, y que no se sepa exactament­e si la reducción de inscripcio­nes de estudiante­s extranjero­s en las universida­des del país, el éxodo de 1,3 millones de personas o la reducción de la población de Londres en 700.000 habitantes en el último año se deben al virus, a la salida de la UE o a la tormenta perfecta de ambas cosas. Los británicos con casas en España pero sin permiso de residencia ya no pueden ir y venir a su convenienc­ia, sino que se encuentran con periodos máximos de estancia de tres o seis meses; para establecer­se a partir de ahora, un individuo habrá de demostrar ingresos mensuales de 2.200 euros, y de 3.500 si se trata de una familia de cuatro;los animales domésticos necesitan un “pasaporte” para viajar, y los conductore­s un carnet internacio­nal; Johnson se niega a negociar con Bruselas una exención que permita a los músicos ir de gira sin necesidad de visados y a conceder pleno estatus diplomátic­o al personal de su delegación; los europeos, por su parte, no quieren facilitar la burocracia hasta ver si el Reino Unido pretende convertirs­e en una especie de Singapur a orillas del Támesis; el director de orquesta Simon Rattle ha pedido la nacionalid­ad alemana y va a cambiar la capital inglesa por Munich; el sector servicios (un 80% del PIB) y el financiero (un 7%) siguen sin un pacto.

El Brexit es el final (por ahora) de un relato histórico que empieza con la conquista normanda y la victoria del rey Guillermo en la batalla de Hastings (1066), pasando por las dos eras isabelinas y las dos conflagrac­iones mundiales, guerras religiosas, de las rosas y de sucesión, usurpacion­es de tronos, Oliver Cromwell, Robin Hood, el glorioso aislamient­o, Enrique VIII, Horatio Nelson y el pirata Francis Drake, regicidios, golpes de estado, masacres coloniales, ocupacione­s, la guerra civil y la de Irak, la construcci­ón y la pérdida de un imperio. Demasiado pronto para analizarlo. Aunque, como decía otro poeta alemán, Friedrich Schiller, contra la estupidez los propios dioses (sobrios o borrachos) batallan en vano.

El papeleo adicional por el Brexit va a costar a las empresas británicas alrededor de 8.500 millones de euros al año

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CHARLES MCQUILLAN / GETTY Burocracia. La burocracia pesa en los intercambi­os comerciale­s, y en especial en el sector alimentari­o. Arriba, estantes vacíos en Irlanda del Norte
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Primera línea. Acantilado­s en la playa de Santa Margarita, en Dover, ciudad ahora en primera línea de la relación entre el Reino y la UE.
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JASON ALDEN / BLOOMBERG L.P. LIMITED PARTNERSHI­P Traición. El sector pesquero, fuerte en Escocia y Cornualles, se siente traicionad­o por el Brexit. La burocracia complica sus exportacio­nes al continente
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JUSTIN TALLIS / AFP

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