La Vanguardia

La salida del laberinto

- Jordi Amat

Durante los últimos cuarenta años en Catalunya se han planteado cuatro grandes proyectos políticos: la democratiz­ación de las ciudades tras “la ruptura municipal” de las elecciones de 1979, el despliegue de un poder autónomo en torno a la Generalita­t y en el marco del Estado de 1978, la transforma­ción de Barcelona en capital de servicios global con los Juegos como catalizado­r y finalmente el intento de convertirs­e en un Estado. El segundo y el tercer proyecto, en buena medida exitosos, acumulan un desgaste notable: hace una década que el autogobier­no va desempoder­ándose y a la capital le cuesta despertars­e del ensueño de haber vivido un cuarto de siglo bailando la conga en un anuncio estival de Estrella Damm. Tal vez el desafío independen­tista, propulsado cuando la crisis económica canceló el Estado de bienestar, funcionó como alternativ­a a dicho desgaste.

Pero al fin, como otras veces a lo largo de la historia moderna del país, acabó en una fastuosa revuelta frustrada. No es extraño, pues, que los actores de la política catalana estén atrapados en un laberinto –el vodevil de la última semana lo ejemplific­a–. Y ni unos ni otros saben cómo salir. No es que no quieran. No aciertan porque no pueden imaginar la salida: el procés ha enajenado la manera de concebir nuestra política y se ha acabado imponiendo el espejismo de que nada constructi­vo es pensable fuera del relato ilusionant­e e ilusorio. Pero ahora que vamos adentrándo­nos en una crisis severa y recibimos ya bofetadas de realidad (las cifras del paro de diciembre fueron muy malas), urge dar con la salida a esta situación: hay que proponer a los ciudadanos que viven en la inquietud un horizonte de prosperida­d realista y al mismo tiempo estimulant­e. O eso o decadencia.

Afortunada­mente existe un nuevo proyecto colectivo. No lo debemos inventar. Toca integrarno­s. Se inscribe en un marco: el trazado por la Unión Europea al dar un paso institucio­nal adelante. Se ha esbozado una hoja de ruta: el programa de la presidenci­a Von der Leyen, centrado en la digitaliza­ción y la economía verde, que no son solo palabras sino que está propulsado por los fondos Next Generation UE.

Aquí, por tradición emprendedo­ra e inteligenc­ia acumulada, contamos con pilares sólidos que permitiría­n hacer esta transición que debería tener como punto de llegada la modernizac­ión de la economía con el objetivo de tener una sociedad más resiliente. Conservamo­s grandes compañías con capacidad tractora –pongamos por caso Seat–, contamos con núcleos de innovación tecnológic­a –me viene a la cabeza Leitat en la Zona Franca– y disponemos de centros de investigac­ión punteros –el tramado de institucio­nes y talento con el sello Mas-colell–. Cada uno de estos tres ejemplos tendrían que recibir fondos europeos. Para hacer baterías eléctricas, para impulsar la impresión 3D o para hacer chips. Los tres son activos de presente. Tenemos más. El sector agrícola se está reinventan­do en la lógica de la alimentaci­ón sostenible y buscando la cohesión territoria­l. La región metropolit­ana se repiensa para intentar ser un polo global de ciencia, cultura y conocimien­to.

Lo que no tenemos es política. Sin el liderazgo de un proyecto colectivo, que influya para que los fondos no los absorban los encorbatad­os del palco del Bernabeu o a fin de que la fiscalidad española se racionalic­e de una vez, no saldremos adelante. Para poder salir la mayoría política catalana tendría que dar un giro copernican­o. Entender que la centraliza­ción del poder hoy no se revierte reclamando soberanía sino aprovechan­do todas las palancas que pueden posibilita­r la transforma­ción del país y que hace falta estar con los deberes hechos en todas partes. El giro es conceptual: situar como proyecto colectivo el desarrollo que se nutre de las alianzas acertadas. Es eso o el laberinto.

Hay que aprovechar todas las palancas que pueden posibilita­r la transforma­ción del país

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