La Vanguardia

Estamos todos locos

- John Carlin

El miércoles por la tarde estaba sentado frente al televisor preparándo­me para ver a Lady Gaga y Jennifer López en la toma de posesión de Joseph Biden cuando me entró un mensaje de un amigo inglés, un diplomátic­o jubilado con el que coincidí hace varios años en Washington. Me dijo que un conocido suyo en Estados Unidos le había llamado para decirle que, llegada la noche, Donald Trump seguiría siendo presidente de Estados Unidos.

El conocido (“no obviamente loco”, según mi amigo) mantenía que a lo largo del día habría un golpe de Estado militar. Miré en la web y vi que este señor no estaba solo. Cientos de miles de personas se ilusionaba­n ante la certeza de que un detallado plan estaba en marcha para evitar la llegada al poder del Partido “comunista” Demócrata: los militares iban a tomar el Capitolio, detener a Biden, imponer la ley marcial y asegurar la permanenci­a de Trump en la Casa Blanca. El complot hasta tenía un nombre, Mockingbir­d.

Entre el Niágara de realidades alternativ­as que tanta gente se traga estos días, la del golpe militar fue de las más inocuas y de las más fáciles de refutar. Pero escuchen esta. Mi hijo recibió un mensaje hace un par de semanas de una persona que ambos conocemos (mayor de edad, estudios universita­rios, tampoco obviamente loco) con la noticia de que el 9 de diciembre los militares estadounid­enses habían repelido una invasión china, en que mataron a 50.000 soldados chinos en el estado de Maine. Mi segunda reacción fue: ¿cómo pueden miles de personas creerse semejante notición cuando no salió, por ejemplo, en The New York Times?

La respuesta es la que siempre dan los creyentes de Qanon y demás fantasioso­s de la derecha demencial que pululan por las alcantaril­las de internet: que los periodista­s de The New York Times forman parte de una vasta conspiraci­ón, en la que participan Barack Obama, Bill Gates y otros, para ocultar la terrible verdad de que el mundo está en manos de una secta masónica de pedófilos satánicos. Hasta hace cuatro días, hasta que el gran globo naranja se desinfló, los mismos fieles se habían convencido de que Donald Trump era el Cristo redentor que iba a acabar con Satanás y restaurar el cielo en la tierra.

¿Cómo puede ser que haya gente que se crea estas cosas? No es tan difícil de entender. Primero, la gente se cree lo que quiere creer; segundo, el instinto ovejuno es fuerte en los seres humanos y, si toda la gente en tu entorno cree en algo, lo más probable es que tú te lo vas a creer también. Una vez entendido esto, no se requiere un salto muy grande de la imaginació­n para comprender por qué hay más de 50 millones de personas en Estados Unidos convencida­s de que Biden le robó las elecciones presidenci­ales al hombre bebé y que, como siempre, los “medios tradiciona­les” lo sabíamos pero nos pagaron por nuestro silencio.

Tampoco es tan difícil entender la certeza con la que millones más por todo el mundo se niegan a confiar en las vacunas contra la covid, convencido­s muchos de ellos de que se trata de otra conspiraci­ón más, en este caso de las farmacéuti­cas y los gobiernos, para controlar los movimiento­s de la totalidad de la humanidad, o alterar nuestros procesos mentales o, directamen­te, exterminar­nos a casi todos.

Vivimos, se afirma, en la era de la posverdad. Evidenteme­nte. El error es pensar que esto es algo nuevo. Siempre hemos vivido con la posverdad. Es la norma. La humanidad es crédula por naturaleza. A diferencia de otros animales pensamos demasiado, no vivimos en el momento, miramos al futuro y no soportamos la idea de la muerte. Como consecuenc­ia, hemos buscado consuelo durante siglos en la reencarnac­ión o en la vida eterna. Si sumamos los que creen que después de morir reaparecem­os en la tierra como conejos o mariposas o pangolines a los que están seguros de que, en realidad, no nos moriremos sino que viviremos en el paraíso para siempre, estamos hablando de mucho más de media humanidad.

Todas las culturas a lo largo de todos los tiempos han recurrido a variantes de la fe para poner orden en el caos y espantar terrores. Convencers­e de que Trump es digno de ser presidente del país más rico y fuerte del mundo, de que semejante bufón es la única barrera ante el apocalipsi­s, es un disparate, pero no más disparate que creer que se llegará a un mundo mejor a través de religiones sin iglesias (pero con curas y santos) como el marxismo o el fascismo, depositand­o nuestra fe en figuras como Hitler o Stalin o Putin o Xi Jinping.

Hemos estado programado­s –no todos pero muchos– para esperar más de Estados Unidos. Por eso los últimos cuatro años nos han resultado tan chocantes. O, en algunos casos, motivo de celebració­n. Poner en cuestión, como hizo Trump, un sistema aparenteme­nte estable basado en la ley y la libertad individual ha sido un regalo para los que gobiernan a través de la mentira y la fuerza. Eso se fue pero quizá vuelva dentro de un tiempo. Quizá aparezca en Estados Unidos un líder menos inepto que Trump, una persona cuyos impulsos autoritari­os vayan acompañado­s de la astucia necesaria para hacer una revolución de verdad.

Una de las fantasías de la izquierda es que Trump ha sido un fascista. Ridículo. Mussolini, que sí lo era, definió el fascismo a la perfección: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Trump no llegó ni de cerca. Logró tener en su contra a la CIA y al FBI, a la mayor parte del funcionari­ado, a los jueces, a los militares. La noción de que iba a ser capaz de orquestar un golpe de Estado solo se la podía creer gente más alejada de la realidad de lo normal.

Siendo la democracia el sistema de gobierno menos peor que se ha inventado hasta la fecha, es un alivio ver de nuevo a una persona en la Casa Blanca que lo va a custodiar e intentar preservar. Muchos se preguntan si Biden será capaz de hacer los cambios a los que aspira. La historia indica que poco podrá hacer. Pero eso no es lo más importante. Como la experienci­a trumpera nos ha demostrado, la prioridad de un presidente en un país con tanto loco suelto como Estados Unidos tiene que ser defender la democracia contra el delirio. Por eso, y no por lo que logró o no logró hacer, Barack Obama fue un buen presidente. Por eso lo será Joseph Biden, una persona adulta y decente cuyo compromiso con los valores esenciales de la democracia nos recuerda algo que Trump casi nos hizo olvidar, que Estados Unidos tiene sus defectos pero que hay cosas peores, que hay locos más locos que otros, que hay regímenes como el de Rusia o el de China, ambos crueles y represivos, ambos con el recuerdo reciente de grandes fantasías fallidas.

Vivimos en la era de la posverdad; el error es pensar que esto es algo nuevo cuando es la norma

La prioridad de un presidente de EE.UU. es defender la democracia contra el delirio

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ORIOL MALET
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