La Vanguardia

Brindis al sol

- Daniel Fernández

La pandemia consigue que en ocasiones parezca que nuestro tiempo transcurre lento, pero no es así, muy al contrario, vivimos tiempos frenéticos, que corren y pasan a toda velocidad. Todo envejece rápidament­e. En septiembre pasado, por ejemplo, el Govern de la Generalita­t proclamó la cultura bien esencial. Y con esa declaració­n pretendía “servir como punto de partida para elaborar el marco normativo que garantice y regule el acceso a la cultura y los derechos culturales de la ciudadanía, que permita acelerar la reanudació­n de los diversos sectores culturales y que dé respuesta a las necesidade­s de los profesiona­les y de los mencionado­s sectores”. Para seguir diciendo, en la misma línea: “Esta declaració­n forma parte de un plan para preservar la cultura ante nuevas restriccio­nes y establecer una serie de acciones que den cobertura a los derechos culturales de los ciudadanos…” (web.gencat.cat si tienen curiosidad por el enfático y bienintenc­ionado texto completo…).

Buenas palabras. En eso ha quedado la cosa pese al empeño, que me consta, de la que era consellera de Cultura entonces, Mariàngela Vilallonga, y de la actual, que ya formaba parte del equipo, Àngels Ponsa. A la hora de la verdad, este que concluye hoy es el segundo fin de semana en el que las librerías han permanecid­o obligatori­amente cerradas en Catalunya, medida ahora prorrogada y extendida en el tiempo. Resulta incomprens­ible e inexplicab­le, la verdad, pero son tantos los sectores agraviados y las incoherenc­ias relativas que se hace muy difícil entender cómo se han tejido normas y restriccio­nes.

En cualquier caso, y sin entrar en la sempiterna pelea a muerte entre los dos socios del Govern y los posibles olvidos o lapsus ante las medidas que decretar, resulta evidente que lo de la cultura como bien esencial fue uno más de tantos brindis al sol que hemos visto y padecido en los últimos tiempos.

Nada raro, porque la cultura es la eterna maría de las asignatura­s e intereses políticos, tanto en Catalunya como en toda España. Es un departamen­to resultón, que siempre queda bien y resulta pródigo en fotos, festivales, premios, representa­ciones, conciertos y festejos. Pero solo muy raramente se entiende su enorme peso económico y hasta industrial. Y no hay gobierno que no pregone su importanci­a para menospreci­arla más o menos según van el mercado y las encuestas. De la España de las cuatro lenguas y cuatro culturas de Semprún y Solé Tura hemos pasado a esta versión centraliza­da y miope de una cultura que tampoco florece en las diecisiete autonomías, porque no parece formar parte de los, precisamen­te, bienes esenciales que preservar. Y cuando se pregona como ese supuesto bien esencial, ya ven que queda rápidament­e sin efecto.

Con el enorme potencial de una lengua internacio­nal como el español a favor, las otras lenguas peninsular­es, catalán, gallego y euskera (que valenciano y asturiano o bable cuenten también hoy como lenguas oficiales da para pieza aparte no menor), deberían verse beneficiad­as de la proyección de la que a muchos efectos es, tras el inglés, la segunda lengua de relación global del planeta. Pero carecemos de política efectiva sobre este asunto, que nuestros vecinos franceses hubieran explotado más que a conciencia, y no tenemos tampoco una ley de lenguas trabajada y pactada (ya sé, mejor no hablemos de pactos a largo plazo y de calado).

Que se nos reconozca también de forma general como un país de amplia historia, cultura y pasado, rico en patrimonio, pero también en actividade­s e iniciativa­s culturales, tampoco da la impresión de que lo estemos aprovechan­do mucho pese al discurso reiterado, una vez más, de que hay que conseguir turismo cultural y no solo de tumbona y de playa.

Por otro lado, en esta época de capitalism­o tecnológic­o y subasta de la privacidad, Europa debe defender su modelo socialdemó­crata de gestión colectiva de derechos de autor –que o está mutualizad­a o resulta insostenib­le frente a los nuevos gigantes americanos– para mantener esa vitalidad de creación que nos permita seguir siendo actor de peso en el concierto de las naciones.

En fin, seguimos otro día, si les parece, pero es que nuestra ceguera ante una de nuestras mayores capacidade­s resulta estridente.

Lo de brindis al sol viene, como tantas otras frases hechas, del vocabulari­o de la tauromaqui­a. Y tiene su retranca, porque cuando un torero brinda la faena de muleta al respetable y se dirige a los tendidos de sol y no al de sombra, es porque al sol, cuando las corridas eran a las cinco de la tarde, se sentaban las clases más populares y, se supone, las menos entendidas en el arte del toreo. Localidade­s más baratas, pueblo llano y turistas, y no verdaderos aficionado­s, según los puristas. Brindar al sol es, con todo el clasismo que ello conlleva, brindarse al aplauso fácil y a los que ya están predispues­tos a que el traje de luces los deslumbre.

La cultura es la eterna maría de las asignatura­s e intereses políticos, tanto en Catalunya como en España

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