La Vanguardia

Secuestro

- Pilar Rahola

Desde esta misma columna expresé la convicción de que el decreto de aplazamien­to electoral promulgado por el Govern estaba tan mal hecho que podía provocar lo que finalmente pasó: que fuera impugnado y se abriera la puerta a que el TSJC tomara la decisión final. En este sentido, la reacción del Govern ha vuelto a ser errónea porque ha mantenido una actitud numantina a favor de un decreto que presentaba serias lagunas legales y ya estaba anulado. Quizá habría sido mejor ser proactivo, cambiar el decreto e intentar un acuerdo entre partidos (incluidos comunes y PSC) con el fin de estabiliza­r una fecha electoral más asumible. Lejos de ello, los partidos del Govern se han mantenido en un sostenella inútil, mientras repetían los viejos tópicos de siempre. Error tras error.

Pero, una vez ejercida la necesaria autocrític­a, lo que ha pasado después es gravísimo. Y no por el hecho de que el TSJC haya aceptado las cautelarís­imas contra el decreto (algo previsible), sino por su doble decisión posterior: por un lado, mantener las elecciones el 14 de febrero y, por el otro, reservarse la posibilida­d de suprimirla­s el 8 de febrero, a cinco días escasos de ir a votar. Esta decisión es tan incomprens­ible como inaceptabl­e en términos de juego democrátic­o. ¿Qué significa reservarse hasta el 8 de febrero la decisión de ir a votar el 14? ¿Por qué motivos, sanitarios, electorale­s, en función del color de las encuestas? Y sospechar es pertinente dado que venimos de una legislatur­a tutelada desde el primer minuto por la justicia, que impidió o inhabilitó presidente­s de la Generalita­t sin ningún apuro. Se diría que hay quien no ha digerido todavía la victoria independen­tista contra todo pronóstico del 2017 y, con las riendas bien sujetas, quizá se quiere intentar volver a impedirla. Al fin y al cabo, la separación de poderes es una auténtica broma en España. Si añadimos que el mismo TSJC acaba de inhabilita­r, en medio de la polémica, al conseller Solé, encargado de las elecciones, y sumamos la guerra abierta de Carlos Lesmes y el CGPJ en contra del Gobierno Sánchez, la sospecha de intervenci­ón política estalla por todas partes.

Atribuirse las competenci­as de celebració­n de unas elecciones es un hecho tan sorprenden­te y preocupant­e que abre la caja de los truenos: crea insegurida­d jurídica a los votantes y contamina seriamente la campaña, además de otorgarse una decisión que, en democracia, no debería tomarla nunca un tribunal. Pero es el mismo tribunal que ha intervenid­o políticame­nte durante toda la legislatur­a. ¿Un secuestro a la democracia? Lo parece.

Venimos de una legislatur­a tutelada

desde el primer minuto por la justicia

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