Unidos por la palabra
La palabra es la casa común de los humanos. Como ha llegado a ellos, es un enigma. Así lo advertía Sócrates en el Crátilo y nos lo ha recordado recientemente Tom Wolfe en el ensayo que lleva por título El reino del lenguaje: el lenguaje es un artificio humano del que desconocemos el origen.
En la tradición judeocristiana, conocemos a Dios por la palabra, a través de la cual Él se nos ha revelado. Una “Palabra” que ha existido desde siempre y que se ha “encarnado”, según leemos en el prólogo del evangelio de san Juan. Palabra que es origen de todo, en la creación, pero que no es posesión de nadie. Podríamos decir que la palabra tiene una semblanza con la filosofía, que es amor al saber (filo-sofía), pero no posesión del saber, el cual, según Platón, está reservado a los dioses. Al hombre solo le está permitido amar el saber, pero no poseerlo. Lo mismo podríamos decir de la palabra: al hombre solo le está permitido amarla, no poseerla. Más bien es la palabra la que posee a los humanos, porque vivir en la palabra es vivir en el mundo del sentido.
Cuando hacemos referencia a la palabra –la casa común de los humanos–, tenemos que tener presente que siempre tiene una estructura dual: significa siempre hablar y escuchar. Todavía más, solo hablamos porque antes hemos escuchado. Nadie aprende a hablar solo, sino escuchando. Si no tuviéramos esta capacidad de escucha, no seríamos capaces de articular ningún lenguaje. Lo mismo podemos decir en el ámbito de la fe. La fe viene de escuchar: fides ex auditu, dice san Pablo. Si Dios no se hubiera manifestado en la Palabra, y en la palabra humana, no lo conoceríamos. Creer quiere decir, básicamente, escuchar. Y escuchar una “Palabra” que no es nuestra, pero que nos hace más humanos, cuando somos capaces de escucharla y hacerla vida. Así lo entendieron dos grandes teólogos del siglo XX: Karl Rahner, autor de Oyente de la Palabra, un título bastante elocuente, y Hans Urs von Balthasar, autor de Gloria. Una estética teológica, para quien la primera palabra para el hombre no era la Palabra originaria –Urwort–, sino la respuesta –Antwort–.
En el documento conmemorativo del Concilio Tarraconense que los obispos de Catalunya hemos publicado esta semana, afirmamos que “toda la Iglesia recibe el tesoro de la Palabra y lo venera ‘como el propio Cuerpo del Señor’”. Esta es, precisamente, la idea que late en el Domingo de la Palabra que hoy celebramos, por disposición del papa Francisco. La “Palabra” –con mayúscula– es la casa común de los cristianos. Escuchar la Palabra es lo que nos une; no escucharla nos divide. En la larga y dilatada historia del cristianismo, ha habido, desde sus inicios, mucha diversidad. Esta es enriquecedora cuando se mantiene la comunión. Diversidad o diferencia no significan división o separación. Estas se producen cuando se rompe la comunión. A lo largo de la historia de los cristianos ha habido divisiones y separaciones que no siempre han traído la renovación esperada, sino al contrario, en su interior se han producido a menudo todavía más divisiones. Puede haber unión y comunión en la diversidad, no en la separación ni en la división.
No es fácil rehacer una comunión que acarrea la herencia de siglos de historia, aunque se esté trabajando intensamente y se hayan alcanzado algunos hitos importantes, sobre todo desde el concilio Vaticano II. Estos días las diversas iglesias y comunidades cristianas rogamos por la unidad. En la escucha de la Palabra podremos reencontrar una unidad de testimonio y de vida, quizá mucho más significativa que los acuerdos concretos que se hayan podido alcanzar en el camino hacia la unidad. Las diferencias y las divisiones ocurridas a lo largo de la historia no tienen que ser obstáculo para que hagamos presente en nuestro mundo la Palabra que se tiene que encarnar en nuestras vidas. Este es el testimonio más creíble que los cristianos podemos ofrecer a los hombres y mujeres de hoy.
En la escucha de la Palabra los cristianos podemos reencontrar una unidad de testimonio y de vida