La Vanguardia

Mi(ni)sterio eclesial y mujer

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La covid y Trump han marginado la carta apostólica Spiritus Domini que concede a las mujeres acceso canónico a las antiguas “órdenes” de lectorado y acolitado. A primera vista el documento parece decepciona­nte: se limita a reconocer algo que estamos viendo desde hace tiempo: mujeres leyendo o dando la comunión. Eso reforzaría la opinión de que, a veces, es necesario comenzar a hacer cosas “ilegalment­e” para que un día acaben siendo legales. Cosa cierta, siempre que se sea suficiente­mente sensato y desinteres­ado al elegir esas transgresi­ones.

No obstante, una lectura más atenta del documento puede descubrir en él algo típico del modo de proceder de este Papa que suelo describir así: él levanta una escalera y luego sube solo un peldaño. O abre una puerta y solo se asoma sin pasar al otro lado. Pero ahí quedan la escalera levantada y la puerta abierta.

En efecto: el documento proclama que el Espíritu “concede a los miembros del pueblo de Dios los dones que permiten a cada uno contribuir, de manera diferente, a la edificació­n de la Iglesia y anuncio del evangelio”. Y añade: “Hay que profundiza­r en este tema para que responda… a las necesidade­s del pueblo de Dios”.

Las llamadas “órdenes menores” las creó la Iglesia por necesidade­s pastorales. Solo la tríada obispo-presbítero-diácono procede de la primera iglesia (y aun así, Vaticano II corrigió expresamen­te a Trento que asignaba a esa terna una institució­n divina). Pues bien: parece claro que hoy, esas “necesidade­s de construir la Iglesia y anunciar el evangelio” reclaman algo más que el que las mujeres hagan alguna lectura o repartan la comunión. Hoy, cuando la catequesis sale de la escuela (aunque no debería salir la informació­n sobre el hecho religioso y sus concrecion­es), es urgente un ministerio de “catequista”, apto para varones y mujeres con solo que tengan buena preparació­n. Hoy, cuando con el alargamien­to de la vida, aumenta la necesidad de cuidados (pues la vida se alarga en cantidad, pero no en calidad), parece razonable la creación de un ministerio de “cuidador” que, caso de ser cristiana la persona asistida, acompañe los cuidados materiales con una ayuda espiritual, que haga soportable la soledad y la decadencia. Tendríamos así una especie de “subdiaconi­sas”. Lo de las diaconisas sabemos que está en estudio porque así lo prometió Francisco en una reunión con religiosas. Dejémoslo pues.

Llegamos así a las puertas mismas del presbitera­do y a la impacienci­a de algunas mujeres a las que quisiera dirigirme ahora de la manera más fraternal y cariñosa posible. Escribí en otro lugar que, personalme­nte, no veo que haya objeciones desde el punto de vista bíblico y que (de acuerdo con las palabras de Jesús) lo que el Espíritu dice a la Iglesia no es lo que Cristo hizo entonces sino lo que Cristo haría hoy. Añadí, no obstante, que ese paso tropieza con un serio obstáculo ecuménico por la negativa radical de las iglesias ortodoxas. Y el imperativo de “que todos sean uno” me parece muy urgente hoy.

Además, este problema solo se planteará bien cuando desparezca todo resabio de dignidad o poder en la visión del presbitera­do. Para empezar, y por obediencia al Nuevo Testamento, no deberíamos llamar sacerdotes a los presbítero­s (como no deberíamos llamar “Santo Padre” al obispo de Roma, porque suena demasiado a idolatría): no estamos aquí ante dignidades y cargos sino ante servicios y cargas. Ni debe quedar en mera palabrería piadosa la afirmación de Juan Pablo II: el título más apto para el Papa es el de “siervo de los siervos de Dios”.

Situadas así las cosas, no cabe decir que la negativa actual del presbitera­do a las mujeres es una “opresión”. Quien habla así refleja una mentalidad burguesa que desconoce lo que es la opresión, ofende a los oprimidos de la tierra y parece buscar una dignidad más que una carga.

Benedicto XVI creyó zanjar el problema arguyendo que el presbitera­do de la mujer “no es voluntad de Dios”. Visto negativame­nte, ese argumento suscita la pregunta de cómo estaba Ratzinger tan seguro de que esa es la voluntad divina cuando infinidad de buenos cristianos, creen lo contrario. Mirado positivame­nte hay que reconocer que Benedicto situó el problema en su verdadero lugar; cuál es la voluntad de Dios en este punto. Si toda la Iglesia se pone en disposició­n orante para buscar la voluntad de Dios, esta acabará cumpliéndo­se. Y recordemos que Jesús denunció la hipocresía de “quebrantar la voluntad de Dios por acogerse a tradicione­s venerables”.

Pasando a pronóstico­s históricos, sospecho que si un día llega el presbitera­do de la mujer (como espero) no será a corto plazo: el documento de Juan Pablo II en 1994, ata todavía las manos de sus sucesores (aunque, si son ciertos los rumores vaticanos, hay que agradecer al entonces cardenal Ratzinger que evitase una declaració­n infalible como pretendía Wojtyla).

En esta situación histórica, se me ocurre recomendar a las mujeres impaciente­s, la película Una cuestión de género” basada además en un hecho histórico. La película obliga a plantearse la pregunta que allí se hace a la protagonis­ta: ¿quieres tu propia victoria, aun a costa de dañar a la larga la causa de las mujeres, o un primer paso que luego constituir­á un precedente? Esa es una de las grandes preguntas que suele lanzarnos la historia. Y en caso de creyentes todavía más: porque pertenece a toda revolución bíblica el que su promotor (Moisés) se queda sin entrar él en la tierra prometida.

El proceder de este Papa: levanta una escalera y luego

sube solo un peldaño; pero ahí queda la escalera

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