La Vanguardia

Fútbol, algo más que meter la pelota

- SERGIO HEREDIA

Jordi Mompart (50) contempla el fútbol de otro modo.

Observa la alineación de un equipo y se pregunta:

–Si en el pitido inicial el entrenador ya se da cuenta de una disfunción, ¿por qué no la corrige de inmediato? ¿Por qué no introduce una sustitució­n en el minuto 5, en vez de esperarse hasta el segundo tiempo? Una máquina lo haría: haría el cambio inmediatam­ente.

–Quizás el técnico no quiera dejar mal al jugador... –le comento.

–Supongo... Veo más cosas. Por ejemplo, la barrera en una falta. ¿Quién decide cuántos jugadores se ponen? Lo hace el portero, ¿no? Pero ¿acaso el portero no tomará decisiones egoístas? ¿Acaso no colocará a muchos compañeros en la barrera para cubrirse las espaldas? Y si hay tantos compañeros en la barrera, ¿no estará perjudican­do la posibilida­d de un contraataq­ue? Nadie le discute la decisión. Sin embargo, tal vez no sea la adecuada. –Cierto...

–En esas cosas me fijo. No sé, será deformació­n profesiona­l. Mompart es físico cuántico. Me ha citado en la Facultat de Ciències de la Universita­t Autònoma

de Barcelona, en Bellaterra. El edificio es un laberinto de vestíbulos, pasillos y puertas que desemboca en el área de Òptica. Una ujier me ha aclarado el camino. Jordi Mompart agarra la tiza y apunta datos en la pizarra.

Me dice:

–Hablemos de ajedrez.

Le sigo el hilo, aunque estoy allí para hablar de fútbol.

Me pregunta:

–¿Se acuerda de Deep Blue? A mediados de los noventa, el supercompu­tador Deep Blue se enfrentaba a Garry Kaspárov.

Aquel era un duelo singular: un ordenador de enormes dimensione­s se medía al mejor ajedrecist­a del mundo. Ganó Kaspárov en un primer choque, aunque cedió al año siguiente, en la revancha ante Deeper Blue, evolución de Deep Blue.

–Quien programaba los computador­es se limitó a inocularle­s las reglas básicas del ajedrez. Con esa informació­n, las máquinas se planteaban millones de movimiento­s al segundo: aprendían en base a las reglas –me dice Mompart–. Incluso aceptaban sacrificar piezas para ganar: asumían pérdidas parciales para, al final, superar al maestro. (...)

Y ahora vamos al fútbol.

En el 2012, el Liverpool abría una ventana. Contrató a dos físicos y a un excampeón de ajedrez.

–Era un experiment­o –me dice Mompart–. Y de entrada, el club aparcó a los científico­s. Pero al cabo de un tiempo, el presidente les pidió su opinión: ¿debería fichar a Jürgen Klopp, entonces entrenador del Borussia Dortmund?

Los científico­s recurriero­n al big data y llegaron a una conclusión:

– En el 2015, el Dortmund había sido séptimo en la Bundesliga. Sin embargo, los datos demostraba­n que el equipo había jugado muy bien durante todo el curso. Y que, si la pelota hubiera entrado cuando tocaba, hubiera sido segundo. Así que el Liverpool fichó a Klopp. ¿Qué pasó luego?

Que Klopp dio cancha a los científico­s. Accedió al fichaje de William Spearman, sabio de la inteligenc­ia artificial (IA). Y así nació la sección de analistas y scouting que acabaría diseñando una plantilla extraordin­aria, y todo ello sin vaciar las arcas.

En el 2018, el Liverpool de Klopp alcanzaba la final de la Champions. En el 2019, la ganaba.

Para entonces, el Arsenal ya había formado un área propia, con diez especialis­tas.

–El City colabora con Google en big data e IA. Bayern de Munich (último campeón de la Champions), Hoffenheim, Juventus, Benfica o Ajax también apuestan por la IA –me dice.

–¿Y en España? –Apenas hay actividad. Me cuenta que el videoanáli­sis ya no es lo que era. Ya no hace falta que un ojeador se encierre en una sala,

PROPUESTA

Los ‘reds’ cimentaron su título europeo del 2019 en su sección de científico­s, diseñada en el 2012

LA VISIÓN

“Un computador derrotó a Kaspárov; imagine lo que haría en el fútbol”, dice el profesor Jordi Mompart

ante el vídeo, para revisar cientos de partidos.

–Cualquiera encuentra los datos en un pispás. Los proveedore­s de datos le proporcion­an toda la informació­n de un partido o de un jugador. Cuántos pases ha dado, qué distancia ha recorrido... Plataforma­s de Laliga o de Mediacoach etiquetan al jugador: pueden localizarl­e 25 veces por segundo. Todos los equipos tienen acceso a esa informació­n, pero apenas solo la utilizan el Barça y el Madrid.

–El Barça tiene el Barça Innovation Hub... –le comento.

Jordi Mompart asume que el BIHUB existe. Sin embargo...

–Es cierto que sus científico­s viajan por el mundo, conversan con analistas e imparten conferenci­as, prestigian­do la marca Barça. Pero su impacto en la toma de decisiones es minúsculo, cuando debería ser su principal objetivo.

–¿Y para qué sirve la IA en el fútbol? –le pregunto.

Se pone de pie.

Coge la tiza y dibuja figuras en la pizarra.

Me habla de jugadas de estrategia. Vuelve a recurrir al ajedrez.

–Si utilizas la IA, puedes preparar un córner a favor. Entiendes la posición y las capacidade­s de cada uno de tus jugadores y la respuesta que te puede dar la defensa rival. La IA te dará un millón de posibilida­des en un segundo y te permitirá aplicar la más adecuada.

–Ya, pero en ese momento no hay tiempo para eso.

–Lo has entrenado antes. Me desliza un dato. Dice: –¿Se acuerda del Liverpool-barça del 2019? ¿Se acuerda de aquel córner que ridiculizó a los blaugrana en la Champions?

Dice que, en pasillos de seminarios internacio­nales, se rumorea que los reds habían recurrido a sus científico­s de datos para prever esa disfunción en la defensa del Barça. Me plantea otras posibilida­des: –La IA te dice: ¿el centrocamp­ista X arriesga cuando el equipo está perdiendo? Si no lo hace, es un error: es precisamen­te cuando pierdes cuando toca arriesgar.

Y redondea la sesión con datos económicos:

–En 2018-2019, la masa salarial del Barça era de 487 millones de euros. En el balance de goles a favor y en contra, había registrado un +71. Si dividimos la masa salarial entre el balance, nos sale que cada gol positivo le costó 6,9 millones. Montar una buena sección de IA, con 25 empleados, le costaría al club unos 5 millones anuales. Y eso es menos que un gol positivo...

Bayern de Munich o Liverpool incorporan la inteligenc­ia artificial a sus sistemas de trabajo;

en España, la apuesta es residual

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MARTÍN TOGNOLA

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