La Vanguardia

Riesgo de estar siempre votando

- Juan M. Hernández Puértolas

Imaginémon­os que el Congreso de los Diputados español celebrara elecciones todos los meses de noviembre de los años pares, con independen­cia de pandemias, sentencias judiciales o coyunturas políticas. Aunque aquí esas elecciones determinan la presidenci­a del Gobierno y en Estados Unidos no, la renovación cada dos años de la Cámara de Representa­ntes en el país norteameri­cano tiene profundas consecuenc­ias en su devenir político y económico. Por citar una de los más importante­s, no puede haber modificaci­ones significat­ivas del ingreso o el gasto del Estado federal sin la bendición del Congreso. Aunque los senadores disponen de un mandato más largo -seis años-, cada dos años se renueva un tercio de la Cámara Alta, cuyo control por parte de uno de los dos grandes partidos políticos puede poner las cosas fáciles o difíciles al poder ejecutivo en función de que esa orientació­n política sea la misma o la contraria.

Esos calendario­s electorale­s tan rígidos todos y algunos tan frecuentes -dos años para los congresist­as, cuatro para los presidente­s, seis para los senadores- hace que el país esté permanente­mente en campaña, lo que a su vez comporta, como mínimo, dos efectos colaterale­s. El primero es que los candidatos están siempre apelando al bolsillo de los donantes, sea en modestas aportacion­es individual­es o en abultados cheques procedente­s de las grandes corporacio­nes y grupos de interés. El segundo es que los votantes tengan muy poca paciencia con los efectos de su voto. En efecto, un congresist­a se la juega cada dos años y puede recibir en sus posaderas el puntapié que el votante dirige en realidad al presidente, solo por el hecho de pertenecer a su mismo partido político.

El fenómeno ha ocurrido repetidame­nte en los últimos 30 años y el flamante presidente nuevo -Joe R. Biden junior, así al menos recitó su nombre el presidente del Tribunal Supremo en el momento de administra­rle el juramento del cargo- deberá estar muy atento en el despliegue de sus acreditada­s antenas políticas para que no le suceda lo mismo.

En 1993, por ejemplo, Bill Clinton llegó al poder tras 12 años de administra­ciones republican­as, pero rápidament­e malgastó su capital político en un programa económico que no contó ni con un voto de la oposición y en una reforma sanitaria poco realista diseñada por su esposa Hillary y que rápidament­e se quedó en el camino (la reforma sanitaria, no Hillary).

El resultado fue que, al calor del llamado Contrato con América del futuro speaker Newt Gingrich, los republican­os se hicieron en 1994 con el control de la Cámara de Representa­ntes por primera vez en más de 40 años e iniciaron un proceso de desgaste que no impidió la reelección de Bill Clinton en 1996, pero que le hizo la vida bastante miserable a partir de entonces, con las interminab­les investigac­iones del fiscal Kenneth Starr y culminando con el bochornoso -y desproporc­ionado- intento de impeachmen­t a raíz del famoso episodio con la becaria Lewinski.

A Barack Obama y a Donald Trump les pasó algo similar. El primero se enfrentó a los pavorosos efectos de la crisis -primero financiera e inmobiliar­ia y luego global- que se inició con la quiebra de Lehman Brothers. Elegido en el 2008 con unas expectativ­as casi mesiánicas, dos años más tarde observó como su partido perdía el control de la Cámara Baja tras haberse jugado todo su capital político a una sola carta, la reforma sanitaria, más conocida como Obamacare, que, a trancas y barrancas, ha sobrevivid­o a las ofensivas de la oposición. Como Clinton antes que él, Obama también consiguió ser reelegido, pero su segundo mandato fue bastante anodino.

Por su parte, Trump llegó al poder en 2016 con su partido a los mandos de ambas cámaras, pero en la cita siguiente con las urnas -legislativ­as del 2018-, perdió el control de la Cámara Baja y ahora acaba de perder el Senado y la presidenci­a. Sus logros más destacados han sido la reforma fiscal del 2017, muy favorable a los intereses de las empresas y nada menos que tres nombramien­tos de jueces conservado­res en el Tribunal Supremo, todo un récord para un presidente de un solo mandato.

Da la sensación de que la moraleja respecto a este bienio que se le abre a Joe Biden antes de las próximas elecciones parciales, las del 2022, es evidente: parece razonable concentrar­se en propuestas populares y de aceptación más o menos generaliza­da, como la superación cuanto antes de la crisis sanitaria -más de 400.000 muertosy el alivio asimismo urgente

Parece razonable que Biden se concentre en superar cuanto antes la crisis sanitaria y sus secuelas económicas

de sus secuelas económicas.

Y quizás no estaría de más la constituci­ón de una comisión bipartidis­ta que certificar­a más allá de toda duda la limpieza de las elecciones presidenci­ales del pasado mes de noviembre. Un país que se pasa la vida votando no puede permitirse la menor sospecha sobre la pureza del procedimie­nto. Entrar ya a saco en temas más espinosos -reforma de la política migratoria, control de la policía, regulación de la posesión de las armas de fuego, etc.-, supondría probableme­nte una mayor radicaliza­ción del país y acabar de raíz con el aparente optimismo que suscitan los primeros pasos de la nueva administra­ción.

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GREG LEHMAN / AP Personas que han recibido la vacuna, en Washington, aguardan quince minutos en observació­n
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