La Vanguardia

Delicias telemática­s

- Carles Casajuana

Muchos cambios accidental­es acaban teniendo efectos permanente­s. Un día no encontramo­s en el supermerca­do la marca de yogures o el queso que preferimos y tenemos que comprar un yogur de otra marca, u otro queso; nos gusta y, a partir de este momento, es el que consumimos siempre que podemos. O empiezan unas obras en un punto de nuestro itinerario habitual para ir a trabajar –en autobús– y, para evitar el atasco, vamos en bicicleta, y cuando las obras se acaban nos hemos acostumbra­do a la bicicleta, vemos que es más sana e igual de rápida, o más, y ya no volvemos a coger el autobús. ¿Puede ocurrir lo mismo, por obra de la pandemia, con el trabajo a distancia y con las videoconfe­rencias?

Hace un año, antes de la irrupción de la covid, todos sabíamos que, gracias a internet, muchos trabajos se podían hacer desde casa. También sabíamos que las reuniones podían ser telemática­s y que muchas de las horas que perdíamos yendo y viniendo de casa al trabajo o desplazánd­onos para ver a gente nos las podíamos ahorrar, con la consiguien­te reducción del consumo de energía, tan aconsejabl­e para combatir el cambio climático.

Sobre el papel, pues, eran dos y dos son cuatro. Pero la inercia de la rutina y la resistenci­a al cambio nos impedían dar el salto.

El revulsivo de la pandemia nos ha obligado a vencer esta resistenci­a. Hemos descubiert­o que trabajar desde casa puede ser más factible y más productivo de lo que pensábamos y nos hemos familiariz­ado con los programas tipo Teams, Zoom, etcétera. Hemos invertido tiempo y esfuerzo para adaptarnos a la nueva situación. Algunos han tenido que comprar ordenadore­s nuevos o mejorar sus conexiones a internet. La pregunta es si, cuando estemos todos vacunados y la epidemia pase –porque un día pasará–, volveremos a los viejos hábitos o mantendrem­os los nuevos.

Un estudio reciente de la Universida­d de

Chicago (Why working from home will stick) sostiene que, en Estados Unidos, el trabajo desde casa se mantendrá en buena parte y que, cuando la pandemia acabe, será cuatro veces más frecuente que antes y representa­rá el 22% de los días de trabajo (antes, era el 5%). Hay que imaginar que en Europa sucederá lo mismo.

En general, los expertos estiman que el trabajo a distancia no reduce la productivi­dad de los trabajador­es, pero sí la lealtad a las empresas y la cohesión de los equipos de trabajo. Además, puede dificultar la progresión profesiona­l de muchos trabajador­es. A cambio, permite a las empresas reducir gastos de alquiler de oficinas. También se supone que hará caer los precios de los alquileres de viviendas en el centro de las ciudades y subir los de las afueras, porque mucha gente, si ya no tiene que ir a trabajar todos los días al centro, preferirá vivir en casas o pisos más amplios fuera de la ciudad.

Me imagino que en relación con las videoconfe­rencias también nos quedaremos en un punto intermedio entre la situación anterior a la pandemia y la actual. La ventaja más visible será el ahorro de horas perdidas en desplazami­entos y en gastos de hotel, aviones, etcétera. Pero hay también otras ventajas más sutiles. Con Teams, Zoom y compañía, todos jugamos en casa, y se nota. A veces la gente, por videoconfe­rencia, se expresa con más confianza, con más libertad. Entrar en un lugar para hablar con alguien exige un esfuerzo mental. La sala de reuniones de la oficina es un escenario en el que se espera que hagamos un papel muy concreto. Antes de ir, nos vestimos adecuadame­nte y nos mentalizam­os para actuar, para transforma­rnos en el empleado responsabl­e que domina las cuestiones que le han sido confiadas.

En cambio, cuando hablamos desde casa o desde el despacho, lo hacemos sin cambiarnos ni mentalizar­nos para el papel. Aunque se trate de una reunión profesiona­l, llevamos ropa más informal. Sin darnos cuenta, nos expresamos también de una manera más informal. Si la conversaci­ón toma un giro que no nos interesa, podemos alegar problemas de conexión y hacernos los locos. A veces, aprovecham­os que no nos pueden ver más que la cara y una parte del cuerpo para ir descalzos o para hacer un sudoku mientras fingimos que escuchamos. Eso por no mencionar a aquel pobre diputado de no sé qué país o directivo de no sé qué compañía que se hizo mundialmen­te famoso porque le pillaron combinando la participac­ión en una reunión vía Zoom con la visualizac­ión de vídeos porno y la gratificac­ión correspond­iente.

Los inconvenie­ntes de las videoconfe­rencias por Zoom, Teams, etcétera, son bastante evidentes. Las conversaci­ones pierden la espontanei­dad del contacto directo. Las voces enlatadas y las imágenes distorsion­adas por la pantalla no ayudan. El lenguaje corporal no cuenta, o cuenta muy poco, y el abanico de gestos de aprobación o de duda y de pequeñas interrupci­ones que son la sal de las conversaci­ones entre personas que se tienen una cierta confianza quedan fuera de juego. O habla uno o habla el otro; si no, la comunicaci­ón se interrumpe. Esto convierte las conversaci­ones en intercambi­os de informació­n o de opiniones sin ninguna interacció­n, como los debates electorale­s entre políticos que repiten su programa sin hacer caso del interlocut­or.

Otro posible inconvenie­nte –más remoto– es que, como reunirse por videoconfe­rencia es tan fácil, se pueden acabar celebrando reuniones para cualquier bobería, cosa que puede complicar el proceso de toma de decisiones. Quién sabe. Quizás acabaremos pensando como el ex secretario general de las Naciones Unidas Kofi Annan, que resumió el encanto del multilater­alismo con una observació­n muy aguda: “Nuestro Señor creó el mundo en seis días, pero hay que tener en cuenta que nuestro Señor trabajaba solo”. Y no le mareaban con videoconfe­rencias, podríamos añadir.

A veces la gente, por videoconfe­rencia, se expresa con más confianza, con más libertad

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