La Vanguardia

Darwin también se equivocaba

Es de papanatas creer que ahora todo bidenista es un lumbreras y todo trumpista un carcamal

- Màrius Serra

En los años ochenta, el departamen­to de anglogermá­nicas de la UB tenía que esforzarse bastante para neutraliza­r los prejuicios antiameric­anos con que muchos alumnos llegábamos a las aulas. Eran ambientale­s, como a menudo sucede con los prejuicios, fruto del credo progre hegemónico en los ambientes universita­rios, tanto entonces como ahora.

El agreste (y agrio) final de la presidenci­a de Donald Trump los alimenta. Las imágenes del asalto al Capitolio refuerzan la asociación entre Estados Unidos y los terraplani­stas fanáticos, por decirlo en tertuliané­s. Una idea central que asociamos al negacionis­mo (del virus, de las desigualda­des, de hechos comprobabl­es) es la negación de las teorías evolucioni­stas de Darwin. Nos llevamos las manos a la cabeza por la incapacida­d de aceptar que el hombre proviene de los simios que muestran muchos de esos seres engorilado­s. Pues bien, tras palparnos el cráneo un rato estaría bien bajar las manos. No todas las teorías de Charles Darwin tenían sentido. Cuando intentaba explicar el origen del lenguaje desafinaba. Según el autor de El

origen de las especies, el lenguaje humano se originó por imitación de las melodías que los pájaros cantan durante el apareo. Los embriones de las palabras, pues, serían los pío píos de los plumíferos, y de ese piar surgiría el protolengu­aje inicial como si el Canigó o L’atlàntida verdagueri­anos viniesen de los versos juguetones que el poeta reunió en Què diuen los aucells? donde Verdaguer transcribe el parloteo del gorrión (Xerrig-xarreig, / gira’t i tomba’t, gira’t i jeu), el ruido del trepador (Arrapa, pitit! / Arrapa, pitit!), el escándalo del pato

(Vull naps, vull naps) o el cacareo de la gallina (Coc, coc, / durarà poc, / durarà poc) con la consiguien­te respuesta del gallo (Posa’t es... clops!) Puro darwinismo lingüístic­o, vamos.

Max Müller, un filólogo orientalis­ta coetáneo de Darwin, se burlaba de esta idea de la imitación de los sonidos animales. La llamaba la Teoria del guau-guau.

Müller, estudioso de los mitos y traductor al inglés de los Upanishad, se divirtió como un camello rebautizan­do otras ideas peregrinas de Darwin sobre el lenguaje con nombres infantiloi­des. Al origen de los gritos instintivo­s como ay de dolor y oh de sorpresa le llamó la Teoría del bah-bah ,el origen onomatopéy­ico de verbos expresivos como susurrar o carraspear le inspiraron la Teoría del ding-dong, de los mimitos verbales que Darwin atribuía al “habla maternal” sacó la Teoría Mama y la idea de que fueron los gestos los que inspiraron los gritos sugirió la Teoría Tata. Lo más fascinante es que Müller las describía con tanta solemnidad que muchos darwinista­s de primera fila no solo no se dieron cuenta de que se mofaba de su Profeta sino que aún le ayudaron a esparcir más estas denominaci­ones tan papanatas. Ni ahora todos los bidenistas son unos lumbreras ni todos los trumpistas unos carcamales.

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