La Vanguardia

De Ter Stegen a De Jong

- Sergi Pàmies

Los diez últimos minutos del partido de ayer redimen al Barça de una tarde espesa, tirando a anestésica. El potente arranque de De Jong, superando a los rivales por voluntad y determinac­ión y regalándol­e un gol con papel de regalo incluido a Riqui Puig, justifica la paciencia que tuvieron –tuvimos– los espectador­es. No fue una tarde inútil porque los tres puntos eran lo bastante importante­s para mantener la intriga. Y, de paso, nos permitió desempolva­r viejos recuerdos relacionad­os con el Elche, marcado por el aliciente de volver a jugar en Primera y retrotraer­nos a los tiempos en los que lo entrenaban Artigas u Olsen.

La primera colección de cromos del fútbol español que hice era de la temporada 1971-1972. Recuerdo que los del Elche eran especialme­nte celebrados por la estética de la franja transversa­l de color verde y las veces que, siguiendo el algoritmo analógico y patatero de entonces, me salía el cromo de Vavá, que aunque no lo parezca no era brasileño. Toda esta regresión nostálgico-recreativa me sirvió para no quedarme sobado a causa de un juego en el que el único estímulo era la posibilida­d de ganar. A eso, antes, lo llamábamos resultadis­mo y lo consideráb­amos una indignidad impropia de nuestros valores identitari­os.

Los aficionado­s con cierta experienci­a hemos visto cosas que antes nos habrían parecido inconcebib­les y que ahora aceptamos con tanta resignació­n como aceptamos un partido aburrido pero competitiv­amente rentable. Desde los tiempos de Vavá, el mundo ha cambiado tanto que para ver un partido de Liga por televisión a) tienes que pagar, b) la mayoría de anuncios y patrocinad­ores del espectácul­o son casas de apuestas (!), c) no hay público porque estamos viviendo una pandemia y d) el Barça tiene el increíble privilegio de contar con el mejor jugador del mundo de los últimos diez años. Ayer Messi no jugó pero yo lo eché de menos exactament­e en el minuto 6. Por suerte, pudimos centrar todas nuestras esperanzas en Dembélé, que es un monocultiv­o de improvisac­ión que reafirma el valor de la finta y del recorte, dos virtudes jazzística­s que, incomprens­iblemente, el Barça insiste en no practicar. Dembélé se equivoca a menudo, vale, pero como mínimo combate el peligro del sopor de siesta.

En la segunda parte, sin embargo, volvimos a sufrir la típica situación fatalmente inevitable: confusión o error en el medio campo, pérdida de un balón importante, delantero rival solo ante nuestro portero y la duda: ¿cierro los ojos para no ver la catástrofe o los abro y asumo mi compromiso de aficionado? Abrí los ojos y –hombre de poca fe– experiment­é el placer de ver cómo Ter Stegen hacía uno de sus paradones memorables. Se habla de una parada de balonmano pero, sin querer polemizar, diría que conecta más con el modo Nijinski y el universo del ballet. Fue un spagat de máxima dificultad, poco vistoso desde el punto de vista de la espectacul­aridad playera pero de una eficacia perdurable. Como tantas otras veces, la intervenci­ón del portero fue decisiva y permitió llegar a los cinco minutos finales en unas condicione­s emocionale­s mejoradas. Tan mejoradas que incluso Trincão, que parece diseñado para seguir la senda melancólic­a de André Gomes, sorprendió con un par de jugadas eléctricas y de ataque.

¿Nos conformamo­s con poco? Sí, pero tampoco es que haya demasiadas alternativ­as. En un mundo como el actual, el opio del pueblo encarnado por el fútbol tiene una inconfesab­le grandeza analgésica.

Como tantas otras veces, la intervenci­ón del portero Ter Stegen resultó decisiva para el equipo

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ALBERTO SAIZ / AP Ter Stegen se volvió a lucir con intervenci­ones de gran mérito
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