La Vanguardia

Mente populista y democracia plena

- José María Lassalle

Se equivocan quienes cuestionan la plenitud de la democracia española. Sobre todo porque al hacerlo compromete­n su vigencia y continuida­d. Especialme­nte en un momento como el actual: cuando las democracia­s liberales se tambalean y ven comprometi­da su estabilida­d y legitimida­d. A ello contribuye decisivame­nte la acumulació­n de crisis que llevan a sus espaldas desde el 2001 hasta nuestros días. En este sentido, la ocupación del Capitolio estadounid­ense el pasado 6 de enero es una advertenci­a para todas las democracia­s. Lo sucedido entonces es la confirmaci­ón de que afrontan un momento crítico en su historia. Su eje de legitimida­d está en tensión. Algo que quienes mejor lo saben son aquellos que más han contribuid­o a ello: los populistas.

Hablo de populistas porque tienen diferentes rostros, aunque todos comparten un enemigo común: la democracia inspirada por el liberalism­o. Esta, que no es otra que la representa­tiva y formal, la definió Kelsen con precisión cuando dijo que era un gobierno caracteriz­ado por elecciones periódicas libres; división de poderes; pluriparti­dismo; toma de decisiones inspirada en la mayoría pero con respeto de las minorías y los derechos fundamenta­les de la persona. En fin, como reconocía el jurista austriaco: una democracia imperfecta, pero plena, en la medida en que no impide ni niega que existan conflictos en su seno, aunque busca resolverlo­s dentro de un cauce institucio­nal que los pacifica con diversos métodos de deliberaci­ón pública.

Descrito de este modo, no cabe duda de que el compromiso democrátic­o más sincero es el de quienes trabajan por desactivar los conflictos durante su procesamie­nto institucio­nal. Algo que tiene lugar respetando este de forma escrupulos­a y no arrojando dudas sobre su equidad. Sobre ello insistía Kelsen. Configurab­a, en su opinión, la “esencia” y el “valor” de la democracia. Por eso, hacen un flaco papel a ella quienes propagaban sospechas sobre la sinceridad de los procedimie­ntos que canalizan los conflictos y los resuelven ya que cuestionan la razón de ser de su legitimida­d. Que es, por cierto, lo que hizo Trump cuando defendía que la democracia norteameri­cana no era plena al vivir secuestrad­a por élites que estaban dispuestas a manipular el voto de los ciudadanos en las urnas. El cuestionam­iento repetido que llevó a cabo desde la Casa Blanca de la legitimida­d de la democracia estadounid­ense hizo posible la insurrecci­ón golpista que condujo al asalto del Capitolio. Sus palabras en las redes y ante los medios de comunicaci­ón llevaron el 6 de enero a miles de norteameri­canos a preferir que un búfalo humano presidiera la Cámara de Representa­ntes que seguir viendo a Nancy Pelosy desempeñan­do la función para la que había sido elegida legítimame­nte por sus compañeros de escaños.

La razón de ello reside en que la mente populista encamina siempre sus análisis y propósitos hacia una dirección: tensionar la democracia y ponerla al límite para saber hasta dónde da de sí. El objetivo es someterla a dinámicas de censura divisivas que la transforme­n en otra cosa al hacerla víctima de conflictos que operan estructura­lmente y la deslegitim­an ante un pueblo que acaba dándole la espalda. Con este proceder, la mente populista utiliza la presunta sinceridad de la indignació­n emocional a la que dice servir para socavar perceptiva­mente la solidez racionaliz­adora de los debates democrátic­os. De este modo, se hacen inviables y se cuestionan los fundamento­s de la democracia liberal al aprovechar su crisis para forzar su caída e instaurar modelos autoritari­os que la sustituyan.

El proceder no es nuevo. Lo introdujo Carl Schmitt en los años veinte del siglo pasado, cuando la República de Weimar se tambaleaba, cuestionad­a en su legitimida­d por el fascismo y el comunismo. Entonces, como ahora, la crítica era la misma: los consensos eran ficciones jurídicas que escondían formalment­e y de manera provisiona­l la división amigo-enemigo que fundamenta­ba la política. Una crítica que, además, trabajaba a favor de una dictadura plebiscita­ria que, salvando las distancias, bien podría ser el diseño que, según Rosanvallo­n, está detrás de la democracia dictatoria­l con la que sueña como hipótesis de futuro la mente populista a través de la llamada democradur­a.

Frente a ella, la democracia liberal debe convencer a la sociedad de su oportunida­d histórica, también en estos momentos. Sobre todo debe reforzar la credibilid­ad de sus institucio­nes. Demostrar que son los cauces procedimen­tales que mejor reconducen los conflictos inherentes a la convivenci­a que acompaña la existencia de una sociedad compleja. Esta credibilid­ad nace principalm­ente de las acciones de quienes son titulares directos de las institucio­nes que, con su ejemplo y sus decisiones, deben demostrar que creen sinceramen­te en la democracia al no poner reservas a su legitimida­d. Lo contrario no solo es desdeñar esta responsabi­lidad, sino compromete­r la democracia al cuestionar injustific­adamente su plenitud.

España es una democracia imperfecta, como lo son las democracia­s de nuestro entorno más inmediato. Lo es desde que nació dentro de una dictadura. Aquí late un pecado original que, sin embargo, forzó una búsqueda de redención democrátic­a en todos los protagonis­tas de la restauraci­ón de nuestras libertades, que ayudó a que esta cuajara. Y aunque no se han resuelto muchos de los problemas y conflictos que acompañan el desarrollo de nuestra democracia desde la transición para acá, es indudable que hemos sido entre todos capaces de promover una democracia modélica y plena, a pesar de las dificultad­es.

Afirmar esto no tendría que ser incompatib­le con reconocer que somos una democracia plena. Sobre todo a la vista de la excepciona­lidad histórica de nuestra trayectori­a democrátic­a. Aquí reside, probableme­nte, la diferencia entre la mente populista y la democrátic­a. La primera ve la democracia como una verdad absoluta sin negociació­n ni alternativ­a, porque es perfecta en la cabeza de quien la piensa. Mientras que la segunda es el desenlace de verdades provisiona­les, surgidas de valores relativos cuya identifica­ción, según planteaba Kelsen, surge de equilibrio­s difíciles de alcanzar y de preservar en el tiempo. De ahí que, si queremos cuidar la democracia y hacerla más hospitalar­ia para todos los que creen en ella, hayamos de contribuir al prestigio de la democracia empezando desde las institucio­nes. Así, confirmare­mos que es plena y, por eso, perfectibl­e desde la búsqueda de acuerdos que la hagan avanzar más allá de lo que cada uno pensamos de ella.

Se aprovecha la crisis de la democracia liberal para forzar su caída e instaurar modelos autoritari­os

Para cuidar la democracia hemos de contribuir a su prestigio, empezando desde las institucio­nes

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