La Vanguardia

Al infinito y más allá

- John Carlin

Recuerdo que en la feliz e inocente era PC (precovid) muchos ciudadanos y algunos de nuestros visionario­s políticos aquí en Barcelona se quejaban de que llegaban demasiados turistas a la ciudad. Algo así deben de pensar los marcianos hoy en día.

Hace semana y media el rover Perseveran­ce de la NASA aterrizó en la superficie de Marte. Poco antes un aparato de los Emiratos Árabes Unidos entró en órbita a su alrededor. Los chinos también andan por allá y piensan tocar tierra marciana en su propio rover (¿lover?) en mayo. Ya van 49 misiones a Marte desde 1960, la primera un fracaso soviético, y habrá más. El empresario sudafrican­o Elon Musk, el de los coches Tesla, tiene en mente enviar un gigantesco cohete para allá en el 2026, o antes, con cien pasajeros. Esperemos que el servicio a bordo sea decente, ya que el viaje durará siete meses.

Cuestan muchísimo, es verdad, pero debemos celebrar estas misiones espaciales. En época de pandemia, con el achicharra­dor cambio climático a la vista y ante la velocidad exponencia­l con la que las redes sociales están propagando la eterna estupidez humana por el planeta azul, es el momento indicado para explorar radicales alternativ­as de vida. Dicho esto, que el planeta rojo las ofrezca: complicado. Parece que no hay marcianos, al menos no en Marte. Si los hay, se tienen que haber escondido bajo tierra, lo que sería una señal de admirable inteligenc­ia.

¿Qué extraterre­stre con un gramo de cerebro querría exponerse al peligro de contaminac­ión espiritual, mental y social que representa­ría un contacto cercano con el Homo no tan sapiens? En el caso de un encuentro con los chinos existiría el riesgo adicional de que les contagiara­n un virus, o su espantoso híbrido de capitalism­o feroz y comunismo desalmado.

Un buen marciano tampoco vería mucha esperanza en el modelo de sociedad que ofrecen los Emiratos, particular­mente si resultara que existiesen mujeres marcianas. ¿Para qué se han ido los de Abu Dabi para allá? Fácil. Un ejercicio de vanidad, como la compra del Manchester City. Aunque puede haber otro motivo también: el consuelo que siempre confiere descubrir que otros lo están pasando peor que tú, en este caso de constatar que existe un paisaje en el universo incluso más desolador que el suyo.

Lamentable­mente, o no, los que saben de estas cosas dicen que no hay vida en Marte. Que, como mucho, lo que los científico­s estadounid­enses que dirigen la misión del Perseveran­ce encontrará­n no serán seres pensantes, sino residuos de microorgan­ismos vegetales. Muy interesant­e, pero entonces, una pregunta: ¿por qué no se ahorraron los 2.800 millones de dólares que les ha costado el viaje y se quedaron en casa a estudiar los sesos de Donald Trump? O si no, que crucen el Atlántico a investigar los procesos mentales de Pablo Hasél y de los jueces que lo hicieron famoso (un aplauso, sus señorías) tras condenarle a nueve meses de prisión por compartir tres o cuatro imbecilida­des con los tres o cuatro coleguis que le seguían.

Mi tía mexicana me envió un mensaje al móvil el martes. “Hola, ¿cómo están?, ¿que hubo una bronca en Barcelona? ¿Están bien?”. Mi tía conoce Barcelona. Nació aquí en 1938 y el año siguiente se exilió, no por decisión suya, sino de sus padres republican­os. Y luego se coronó Miss México 1957, pero esa es otra historia. Bueno, mi tía que vive en el DF, donde sospecho que existen problemas más graves que en Barcelona, tuvo la bondad de preocupars­e por los disturbios aquí en mi vecindad. Le dije que tranquila, que a mí personalme­nte no me afectaron en nada, salvo por el ruido de las sirenas y de los helicópter­os policiales.

Quizá la llame este fin de semana para contarle un poco más, por ejemplo para explicarle que Hasél, cuyo encarcelam­iento fue el pretexto para los saqueos de tiendas, pequeños incendios y tal que hemos visto en Barcelona en los últimos días, ofrece otro motivo más para seguir invirtiend­o todo el dinero del mundo en la búsqueda de un mundo mejor. Hasél es, en miniatura, la prueba de lo banal que se ha vuelto lo que podríamos llamar, estirando el lenguaje un poco, la política en el siglo XXI. Nene bien de provincia, Has él, de 33 años, es anti sistema. Anti policía, anti monarquía, antifascis­ta, anti capitalist­a, anti banquero, anti la madre que lo parió.

Está contra todo. Pero no está a favor de nada. No tiene causa, tiene enemigos. En su ensimismad­o antiismo Hasél encarna una moda que da la vuelta al mundo y a la que se apuntan la derecha y la izquierda por igual. Sean “rojos” o sean “fachas”, todos están cabreados. Claman contra lo que no quieren sin proponer ideas viables de lo que quieren en su lugar. Y, hasta cierto limitado punto, funciona. Trump o Antifa en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil o Andrés Manuel López Obrador en México, Vox o Podemos, los brexiteros en el Reino Unido: con diferentes palabras pero el mismo ruido todos consiguen votos o seguidores. Pero nada mejora. Destruyen pero no construyen. Están frustrados, cada uno a su manera, pero no tienen la solución.

En otra época la juventud militante que hoy sale a la calle en nombre de Hasél tenía como ídolos a gente como el Che Guevara. Uno podía o no estar de acuerdo, pero el Che tenía un ideal optimista, una alegre noción de crear un “hombre nuevo”; proponía un plan de igualdad material basada en la abolición de la propiedad privada, algo que no parecía un sueño imposible en las condicione­s revolucion­arias del momento. Bonita idea, pero no funcionó. Como nos demuestran los ejemplos de China, Rusia, Cuba, Vietnam y Venezuela, está caducada.

Miren, por otro lado, a Alexéi Navalni, un héroe de verdad que no juega al antifascis­mo, sino que arriesga su vida contra un fascismo de verdad. Él también es un anti: anti la mafia putinesca. Pero tiene una causa. Quiere libertad de expresión. Quiere una democracia parecida a las que los Hasél desprecian, como la estadounid­ense, o la británica, o –con sus deberes judiciales pendientes– la española, o incluso la de México o Brasil. El día que Hasél salga de la cárcel él y sus fieles lo celebrarán, pero nada habrá cambiado en el mundo real. Si el día que sale Navalni marca el comienzo del fin de la cleptocrac­ia rusa, media humanidad estará de fiesta.

Habrá que esperar. Mientras tanto, vayamos a Marte, a Venus, al infinito y más allá a ver si descubrimo­s una civilizaci­ón más avanzada. Pero como también habrá que esperar a que llegue aquel feliz día, quizá lo mejor que podemos hacer por ahora es no hacer caso a los payasos, encerrarno­s dentro de lo posible en nuestras vidas personales y, como recomendab­a el antisistem­a del siglo XVIII Voltaire, cultivar nuestros jardines aquí en el planeta Tierra.

Si hay marcianos, se

tienen que haber escondido bajo tierra, señal de gran inteligenc­ia

Hasél encarna la moda de clamar contra lo que no se quiere sin proponer ideas viables

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ORIOL MALET
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