La Vanguardia

Todos somos jóvenes

- Llucia Ramis

Un problema afecta al conjunto de la sociedad. Por ejemplo, una crisis climática o la vulneració­n de un derecho como la libertad de expresión. Las personas conciencia­das salen a la calle para protestar y reclamar medidas a los dirigentes. Tanto si las manifestac­iones se desarrolla­n pacíficame­nte como si no, el foco irá centrándos­e en los jóvenes. Ocurrió con los Fridays for Future y la preocupaci­ón por ese mundo que les dejaremos; ocurrió tras la sentencia del 1-O, y ahora pasa con los disturbios por el encarcelam­iento a Pablo Hasél. Para bien o para mal, se acaba hablando de quiénes, y no del qué.

Una de las frases más repetidas estas semanas es que, si los jóvenes manifestan­tes rompen cristales, queman contenedor­es y se enfrentan a los Mossos es porque “no tienen nada que perder”. Cuando lo cierto es que todos tenemos mucho que perder, y ya lo estamos perdiendo. De tanto fijarnos en esa falta de futuro que justifica la angustia y la rabia de quienes tendrán que vivirlo, olvidamos que el presente ya está aquí.

El 40,9% de paro juvenil actual repercute directamen­te en las pensiones; siete de cada diez desahucios en España son por impagos en el alquiler; el delta del Ebro ya acusa los efectos del calentamie­nto global, por poner tres ejemplos de cimientos que no aguantarán mucho más, dado que no son sostenible­s. Y no por falta de advertenci­as al respecto: la alerta roja existe al menos desde que yo tenía la edad de los que se manifiesta­n ahora. También me manifesté entonces. A la vez aceptaba (no me quedaba otra) infinitos contratos en prácticas, alquileres abusivos y, en definitiva, una precarieda­d que creí provisiona­l y que fue eternizánd­ose. Hasta el punto de celebrar ser mileurista, concepto que se había acuñado como crítica. Hoy se considera clase media tener un sueldo de 1.200 euros al mes.

La erosión de los derechos y libertades viene en parte de la apatía ante la idea de conservarl­os; es más heroico conquistar­los. Una cosa es prestar atención a los jóvenes, otra deducir que quienes reclaman atención son jóvenes, y otra (antagónica a la primera) interpreta­r que llaman la atención porque lo son. Ya sea para ensalzar su coraje, o para regañarles por el alboroto, reducir las manifestac­iones a un mero reflejo del desencanto juvenil es tratar las protestas como cosas de críos, como una acción que se cura con la edad. Es curioso que nos pasemos la historia de la humanidad aspirando a la eterna juventud, y a la hora de madurar, resulta que los jóvenes son los demás.

La alerta roja existe al menos desde que yo tenía la edad de los que

se manifiesta­n ahora

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