La Vanguardia

Librerías

- JOAN DE SAGARRA

Le Monde del jueves (25 de febrero) me trae una mala noticia: “La librairie Gibert, emblème de la Rive Gauche depuis cent trentecinq ans, ferme, fin mars, ses quatre boutiques parisienne­s de la place Saint-michel. Le Quartier Latin perd l’un de ses derniers symbols”. ¡La librería Gibert! Donde yo, con nueve años, compré una edición ilustrada, muy bien ilustrada, de las fábulas de La Fontaine, el primer libro que leí en francés, el primer libro que compré en París (un regalo de mi madre en el día de mi santo). ¡La librería Gibert! Donde yo, con 23 años, compré los libros sobre Antonin Artaud que me había recomendad­o mi profesor del Institut d’études Théâtrales de la Sorbona. ¡La librería Gibert! Donde hará unos doce, trece años coincidí una mañana con Modiano, que, según me dijo, iba a la caza de un viejo libro de Julien Gracq, mi querido Julien Gracq…

La noticia de la desaparici­ón de la librería Gibert me ha sentado como un tiro. Supongo que es cosa de la edad. A los veinte, treinta, cuarenta años, el que una librería cierre después de ciento treinta y cinco años puede que uno lo encuentre como la cosa más normal del mundo, pero que cierre cuando tú ya has cumplido los ochenta y la has frecuentad­o desde niño, eso ya es otra cosa. Dicho de otro modo, lo que me cuesta de aceptar a los 83 años es que una librería, una vieja y querida librería centenaria, cierre estando yo todavía con vida –vamos, que mañana o pasado mañana podría volver a cruzar la puerta para ir a la búsqueda de aquel libro de Malraux…–.

La librería, para mí, siempre ha sido una primera necesidad. El libro, como el whiskey y el cigarro habano. Razón por la cual se me hizo difícil aceptar que, cosas de la pandemia, la librería permanecie­ra cerrada los fines de semana mientras que el estanco y el Supercor seguían abiertos. Al igual que las peluquería­s.

Según leo en Le Monde, el cierre de la librería Gibert, librería, repitarsi to, centenaria, se produce sin que a nadie se le haya ocurrido recoger en un libro la historia de aquella familia que la puso en pie, ni de las generacion­es de escritores e intelectua­les que la frecuentar­on. Algo francament­e difícil de aceptar tratándose del Quartier Latin parisino. El cierre de la librería Gibert me lleva a pensar en todas las librerías de Barcelona que yo he conocido de crío, de muchacho, de mayorcito y de viejo, y que, al igual que la Gibert de París, carecen de un libro, de un librito que dé testimonio de todas ellas. Vamos a ver, ¿dónde está el libro sobre la librería Catalònia o, si ustedes prefieren, la Casa del Libro, en la ronda de Sant Pere, junto a Can Llibre i Serra y a Can Comas (ya no existen, como la librería), esquina al paseo de Gràcia, frente a El Corte Inglés? Y quien dice la Catalònia o la Casa del Libro, dice la Francesa –de la Rambla al paseo de Gràcia–. O la Áncora y Delfín o la Cinc d’oros, o el Drugstore del paseo de Gràcia. O la Leteradura, donde yo solía jugar al póquer: el que ganaba se llevaba un libro, precioso libro, en inglés, sobre piratas o una biografía, también en inglés, sobre Nancy Cunard. O Laie, o La Central, o Jaimes, que se fue del paseo de Gràcia a la calle València, y que afortunada­mente todavía permanecen abiertas, y que, a mi modo de ver, se merecerían un librito. Por cierto, hablando de La Central, me ha hecho mucha ilusión leer en el último librito de Roberto Colasso –Come ordinare una biblioteca (Adelphi, 2020)– las palabras que el escritor italiano dedica a La Central de la calle Mallorca: “Ricordo di aver acquistato alla Central alcuni libri italiani che non avevo mai visto prima. Ma non dovrebbe presencosì una vera libreria europea?”.

Y luego están las otras librerías. Como la librería de mi vieja y querida amiga Aurelia Pérez (D.E.P.), la librería Arrels, en el número 14 de la calle Ferran. La librería de la amiga Aurelia era diminuta: una portería, un portal de 12 metros cuadrados. Recuerdo como si fuese hoy aquel jueves del 20 de julio del año 2000 en el que Aurelia nos invitó a celebrar los treinta años de la inauguraci­ón de su librería. Aurelia, que para esas cosas era muy mañosa, se las arregló para hacer coincidir el aniversari­o de la inauguraci­ón de la librería con la presentaci­ón de la entonces última novela de Juan Marsé, Rabos de lagartija, y el libro de Eugeni Madueño Emili en la ciudad de la gente. Fue, créanme, una gozada.

Aurelia conocía de chica lo que aquí llamamos el taulell ola parada. Su madre tuvo durante años, y años difíciles, un puesto de pescado en el mercado de Vitoria. Hija de pescadera, Aurelia se movía con la misma agilidad, con la misma gracia, entre los versos de José Hierro que entre el vientre de un bonito. Arrels, su diminuta librería, era una de las pocas de Barcelona en que aún se oía un largo rosario de versos que a veces rezábamos juntos. No en vano Aurelia había nacido un 19 de agosto de 1936, en San Sebastián, un amanecer, mientras empezaban a bombardear la ciudad, el mismo día en que asesinaban a Federico García Lorca.

Aurelia, la hija de la pescadera que vendía vazquezmon­talbanes, rodaballos, lenines, rapes, nerudas, bacalaos, simenones, boquerones, marsés, salmonetes y algunos libros de su buena amiga Montserrat Roig. Tenía fama de guerriller­a: “La Pasionaria de Ciutat Vella”, la llamó Paco Candel. ¿No se merece nuestra Aurelia y su Arrels un librito en esta Barcelona de mañana o de pasado mañana en la que las librerías y los libros volverán a ser algo tan estimable como el corte de pelo, el Partagas serie E número 2 o el Jameson, el whiskey de James Joyce y de un humilde servidor?

Se me hizo difícil aceptar que, cosas de la pandemia, la librería permanecie­ra cerrada los fines de semana

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MANÉ ESPINOSA / ARCHIVO La Central, en la calle Mallorca de Barcelona, una de las librerías imprescind­ibles de la ciudad
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