La Vanguardia

La ‘Independen­cia’ de Javier Cercas

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Melchor irrumpió en el local y, abriéndose paso entre los clientes, se dirigió a la barra, se sentó en un taburete y pidió un whisky. El camarero lo miró como si fuera un extraterre­stre. —¿Qué haces aquí? —preguntó. —Tranquilo —contestó Melchor—. Vengo en son de paz. —¿En son de paz?

—Eso es. Me vas a poner el whisky, ¿sí o no?

El camarero tardó en contestar. —¿Solo o con hielo? —Solo.

Eran más de las tres de la madrugada, pero el sitio todavía estaba bastante concurrido. Varias chicas bailaban desnudas o semidesnud­as en la pasarela iluminada que recorría el centro de la sala principal, acribillad­as por luces estroboscó­picas, mientras algunos hombres las observaban con ojos hambriento­s; aquí y allá, otras chicas, solas, en parejas o en grupos, aguardaban la llegada de los últimos clientes. O el final de la noche. Por los altavoces sonaba Like a Virgin, una vieja canción de Madonna.

—Si no lo veo, no lo creo —oyó Melchor a su espalda.

Mientras el camarero le servía el whisky, el hombre que acababa de hablar se sentó en un taburete junto al policía. Era un mulato vestido de oscuro, calvo y fortachón, de no menos de dos metros de altura. Melchor dio un largo trago a su bebida y el mulato la señaló.

—¿Has dejado la Coca-cola?

—Sí —contestó Melchor—. Estoy de celebració­n.

El mulato mostró una doble hilera de dientes blanquísim­os.

—¿No me digas? —preguntó—. ¿Y qué celebras? ¿Que el juez nos dio la razón y te dejó con el culo al aire?

—El juez no os dio la razón, capullo —le corrigió Melchor—. Sólo dijo que no había pruebas contra vosotros. Pero no te preocupes, ya las encontraré. Ponme otro whisky.

El camarero, que no se había apartado de ellos y conservaba la botella en las manos, volvió a servirle. Sin dejar de sonreír, el mulato hizo girar su taburete hasta dar la espalda a la barra y, con los codos apoyados en esta, se quedó observando a las bailarinas de la pasarela. Melchor bebió otro sorbo de whisky.

—¿Sabes por qué me gusta tanto este sitio? —preguntó.

El mulato no dijo nada. Melchor volvió a llevarse el vaso a los labios.

—Porque me recuerda mi infancia —dijo, después de tragar—. Mi madre era puta, ¿sabes? Así que yo me crie en sitios como este, rodeado de putas como ellas y de macarras como tú. Eso es lo que estoy celebrando: volver a casa.

La canción de Madonna se acababa, y la carcajada del mulato resonó con escándalo en el silencio creciente del prostíbulo. En los altavoces, Rosalía sustituyó enseguida a Madonna, y dos o tres chicas se movilizaro­n para bailar entre los clientes y las compañeras. El mulato apoyó una manaza en el hombro de Melchor.

—Así me gusta, poli —dijo—. Hay que saber perder. —Se puso en pie y, guiñándole un ojo al camarero y señalando a Melchor, añadió—: Invita la casa.

Melchor continuó bebiendo sin levantar la vista de su vaso y, aunque todas las chicas le conocían, ninguna se acercó a él. Cuando pidió el tercer whisky, sin embargo, una de ellas tomó asiento a su lado. Era española, morena, madura, entrada en carnes, y llevaba un corsé negro con los pechos al aire. Le pasó una mano por el cuello y pidió una copa de cava. El camarero le advirtió a Melchor:

—Las copas de las chicas no entran en la invitación.

Melchor hizo un gesto de asentimien­to y el camarero sirvió el cava. Bebieron aguardando a que el mozo se alejase de ellos. Cuando fue a servir al otro extremo de la barra, Melchor preguntó: —¿Seguimos adelante? —Claro —contestó ella. —¿Seguro? —insistió Melchor—. Si nos cogen, tendrás problemas.

La mujer compuso una mueca de indiferenc­ia.

—Yo no me arrugo, nene. Melchor asintió sin mirarla. —De acuerdo —dijo—. Vamos a esperar un rato. Cuando me veas subir, te vas con ellas. Dejas abierta la puerta y les dices que iré enseguida.

—Están muy asustadas. ¿Quieres que me quede hasta que llegues?

—No. Tranquilíz­alas. Diles que no pasará nada. Diles que iré enseguida. Y luego abres las otras dos puertas, las del balcón, y te vas a tu casa o te vuelves aquí. No, mejor vete a tu casa. —Se detuvo un momento—. ¿Lo has entendido?

—Sí.

Melchor volvió a asentir, pero esta vez la miró.

—Ten cuidado —dijo ella. —Tú también —dijo Melchor. La mujer se levantó de su taburete y, dejando la copa mediada en la barra, se alejó de él.

Melchor siguió bebiendo sin hablar con nadie salvo con el camarero, sin levantarse salvo para orinar. Cuando el local se hallaba ya casi vacío, volvió a aparecer el mulato, que al verle sonrió con disgusto.

—¿Todavía estás aquí? —preguntó.

—Lleva seis whiskies —respondió por él el camarero—. Lástima que no fueran Coca-colas: estaría muerto.

—Necesito ver a tu jefe —anunció Melchor.

El mulato arrugó el ceño; su sonrisa había desapareci­do de golpe, engullida por la carnosidad malva de los labios.

—No está.

Melchor chasqueó la lengua. —¿Te crees que soy tonto? Claro que está. No se va hasta que cerráis: no vaya a ser que le robéis la cartera.

El mulato le observó con una mezcla de curiosidad y de recelo. —¿Para qué quieres ver al jefe? —Eso a ti no te importa. —Claro que me importa. —Dice que viene en son de paz —terció el camarero.

La mirada del mulato brincó del camarero a Melchor y de Melchor al camarero, que finalmente se encogió de hombros.

—Quiero pedirle disculpas —dijo

Melchor—. Por el juicio. Por las molestias. En fin, ya sabes.

El mulato pareció relajarse. —Claro. Me parece bien. Pero para eso no hace falta que le veas. Yo se lo diré: date por disculpado.

—También quiero hacerle una propuesta.

El mulato volvió a ponerse en guardia.

—¿Qué propuesta?

—Eso sí que no te lo voy a decir. —Entonces olvídate de hablar con él.

—Como quieras. Pero la propuesta es buena, le interesará. —Miró al camarero y añadió—: No creo que le guste enterarse de que no me dejaste que se la contara.

Ahora el mulato pareció dudar; volvió a mirar al camarero y, escrutando a Melchor, después de unos segundos se alejó un poco, lo justo para hablar por teléfono sin riesgo de que le escucharan. Cuando acabó la llamada, con un gesto desganado le indicó al policía que le siguiera.

Cruzaron la pista desierta, subieron dos pisos por unas estrechas escaleras y, al llegar al segundo descansill­o, el mulato le abrió una puerta y le invitó a pasar. Al otro lado le aguardaba el despacho del jefe, que no se levantó al ver entrar a Melchor. Tampoco le tendió la mano. Estaba sentado detrás de una mesa un poco desvencija­da, con las manos a la vista y un brillo burlón en los ojos.

—¿Por qué no me has dicho que estabas aquí? —preguntó, indicándol­e una butaca ante él—. Hubiera bajado a saludarte.

Melchor no se sentó. El jefe era un hombre laboriosam­ente apuesto, de unos cincuenta años, con el pelo engominado, la barba meticulosa y entreverad­a de canas, las manos hirvientes de anillos; iba en mangas de camisa, llevaba tirantes y lucía un collar de plata en el pecho, con un gran medallón dorado. Se llamaba Eugenio Fernández, pero, por razones que Melchor ignoraba, todo el mundo le conocía como Papá Moon. —Me han dicho que quieres disculpart­e —añadió—. También me han dicho que has estado ahogando las penas en whisky. Bien hecho. De todos modos, yo ya te advertí que te estabas metiendo en un lío. Es la ventaja de vivir en una democracia, chaval: aquí todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Incluido yo, que no leo libros, como tú. Pero hasta ahí llego. ¿No piensas sentarte?

Melchor no contestó. Papá Moon interrogó con la mirada al mulato, que estaba a la espalda del policía, y que se encogió de hombros. Detrás de él había una lámpara de pie encendida, y delante, sobre la mesa del despacho, un flexo; ambos iluminaban tenuemente la estancia. Encastrado en la pared del fondo, frente a la mesa del despacho, un televisor de plasma retransmit­ía con el volumen muy bajo un partido de baloncesto de la liga norteameri­cana.

—¿No vas a decir nada? —volvió a preguntar Papá Moon. (...)

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PERE DURAN / NORD MEDIA La nueva novela de Javier Cercas arranca con el mosso d’esquadra en un club de alterne

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