La Vanguardia

Fascistas

- Javier Melero

El filósofo Leo Strauss afirmaba que, se hablara de lo que se hablara, al final se llegaba a un punto en el que aparecía Hitler. Por eso aconsejaba, para mantener un debate medianamen­te inteligent­e, evitar la falacia de la reductio ad Hitlerum: ¡Un punto de vista no queda refutado por el mero hecho de que, casualment­e, haya sido compartido por Hitler! Supongo que les vendrán a la memoria infinidad de ejemplos al respecto. Hitler no fumaba, era vegetarian­o y le gustaban los niños, lo que no es razón suficiente para ponerse a fumar, comer carne o soltar algún sopapo a las pobres criaturas.

Es algo parecido a lo que define la ley formulada por el juez Mike Godwin a propósito de internet cuando asegura que “a medida que una discusión en internet se hace más larga, la probabilid­ad de que se haga una comparació­n con Hitler o los nazis tiende a 1”, es decir, al cien por cien. El momento en que eso ocurre, según nos dice el matemático Piergiorgi­o Odifreddi, se llama punto Godwin, y es la indicación de que se han empezado a decir estupidece­s, lo que, por otro lado, no tiene nada de extraño: en la composició­n del universo hay más estupidez que hidrógeno, lo que digo sin el menor pesimismo, tan solo con afán descriptiv­o.

Ni que decir tiene que también en España tenemos, aunque más modestamen­te, nuestra propia versión de tales vicios intelectua­les; la que podemos denominar como reductio ad Francum, que vale para tachar de franquista cualquier cosa que se oponga al marco mental en que nos sintamos incluidos. Tanto da que se trate de los toros, la caza de la perdiz, veranear en Quintanill­a de Onésimo, las películas del gran Mariano Ozores o las resolucion­es de los tribunales que no sintonizan correctame­nte con nuestro mayestátic­o e inatacable punto de vista.

El comodín del franquismo resulta especialme­nte útil para una clase política dotada de una legendaria habilidad para inventar problemas y, acto seguido, proceder a agravarlos. Lleva a una situación en la que ya no es necesaria la crítica de un comportami­ento o una ideología por su alejamient­o de los parámetros de lo razonable o lo civilizado, de lo justo o de lo socialment­e beneficios­o. Basta con la descalific­ación echando mano de nuestro difunto tirano, un tipo que si no llega a ser por el hecho biológico se hubiera pasado unos cuantos años más inaugurand­o cosas y apareciend­o en el ¡Hola! con toda la parentela.

Pero lo más interesant­e es que, muy especialme­nte a partir de la campaña electoral madrileña (ya saben, la que ha precedido a las elecciones que hoy decidirán el destino de la galaxia y de cualquier ser vivo), la reductio ad Francum ha mutado en una reductio ad fascismus francament­e vistosa, por la cual, hoy por hoy, España parece adolecer de la mayor dotación de fascistas por metro cuadrado del planeta. Desde su tumba en Predappio, Mussolini no debe de salir de su asombro ante este éxito sobrevenid­o. Afortunada­mente, por cada fascista detectado aparece simultánea­mente una nueva legión de antifascis­tas con lo que al final se mantiene el equilibrio de la Fuerza, aunque sea a costa de que resulte difícil entender cómo cabemos todos aquí.

Lo que ocurre es que cuando se empieza a calificar al otro de fascista lo difícil es parar. Así, resultará que es fascista la señora Monasterio, aunque no forme parte de un partido ilegal ni esté cometiendo ningún delito de asociación ilícita, ni pretenda imponer un Estado totalitari­o que prohíba el pluralismo político y prescriba el exterminio de minorías considerad­as agentes patógenos. No, la señora Monasterio ingresará en la categoría de fascista por la sencilla razón de que así tienen a bien calificarl­a sus oponentes y, claro, como es fascista, de nada hay que debatir con ella. Una fórmula de éxito perfectame­nte descriptib­le y que tiene como efecto engordar a Vox, de la misma manera que el miedo engordaba al payaso Pennywise de It.

Por el mismo precio también se puede tachar de fascista a la señora Ayuso, aunque lo más atentatori­o contra la democracia liberal que haya emprendido sea permitir tomar cañas por la tarde. De hecho, y aprovechan­do la foto de Colón, se puede llegar a tildar de fascista hasta al señor Bal, un sufrido socialdemó­crata que cada vez se parece más a un personaje salido de El entierro del conde de Orgaz.

Como ustedes comprender­án, ahí no acaba la cosa. A la que critique la política de comunicaci­ón de algún medio, el señor Iglesias también será calificado de fascista (aunque observo que la prensa de derechas tiene más tendencia a asimilarlo con el nazismo, el estalinism­o o el terrorismo, según los días). También los independen­tistas catalanes –de los que se dice que manipulan a los niños en las escuelas, abducen a los ciudadanos con una política totalitari­a, prohíben el pluralismo y manipulan los medios de comunicaci­ón– son etiquetado­s, según el medio, de fascistas o de norcoreano­s, y así sucesivame­nte.

Aunque lo más probable sea que España no esté llena de fascistas y lo que ocurra es que ya no cabe ni un tonto más.

A partir de la campaña madrileña, la ‘reductio ad Francum’ ha mutado en una ‘reductio ad fascismus’

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