La Vanguardia

Colores primarios

- John Carlin

Juan Pablo II nos recordaba que la fe, la esperanza y la caridad son la base de la vida cristiana. “Son como tres estrellas que se encienden en el cielo de nuestra vida espiritual para guiarnos hacia Dios”, dijo el Papa polaco en el año 2000. Las estrellas que guían a los políticos al premio más soñado, el de la victoria electoral, son dos. La esperanza y el miedo.

Ganan aquellos que poseen el olfato para evaluar el momento político y saber cuál de las dos debe brillar con más intensidad. Ganan, ante todo, aquellos que poseen el don de encandilar a los votantes. Ganan en Europa últimament­e los partidos de la derecha, los que mejor entienden que el secreto reside en la sencillez del mensaje y la luz que emiten los candidatos. Entienden las reglas del populismo. Apelan a las emociones. Conectan con el electorado.

Aquí en España la izquierda está en el poder, pero por los pelos, y tiembla ante el aplastante triunfo de Isabel Díaz Ayuso del Partido Popular en las elecciones madrileñas de la semana pasada. En Inglaterra también acaba de haber elecciones, locales y regionales, y tal fue la derrota del Partido Laborista que se habla ya de que los tories de Boris Johnson seguirán gobernando diez años más. En Francia el Partido Socialista logró menos del 8 por ciento de los votos en las últimas elecciones legislativ­as y el partido de extrema derecha de Marine Le Pen, Agrupación Nacional, se perfila como posible ganador de las elecciones presidenci­ales del año que viene. En Alemania la izquierda tradiciona­l está en desbandada. La tendencia se confirma por casi toda Europa.

Carmen Calvo, la vicepresid­enta primera del Gobierno español, se lamentó de la victoria de Ayuso en Madrid quejándose de lo que percibió como su frivolidad al proponerse como la alegre defensora del derecho irrenuncia­ble de los madrileños a salir a divertirse en los restaurant­es y los bares cuando les dé la santa gana. “Para un socialista es difícil hablar de cañas y de berberecho­s”, dijo Calvo. “Estamos acostumbra­dos a jugárnosla con programas, gestión y trabajo”. Será difícil, pero si la izquierda europea quiere volver a ganar elecciones va a tener que dejar las viejas costumbres a un lado y aprender de sus derrotas.

Ayuso supo mezclar la esperanza y el miedo en la justa medida. La esperanza fue aquella que en este momento pandémico todos anhelamos, el derecho especialme­nte valorado por los madrileños a salir y comer y beber con amigos y familiares, como indicó Carles Casajuana en estas páginas el día antes del voto. El miedo fue el miedo al “comunismo”, que, según ella, representa­ba Pablo Iglesias, forzado a abandonar la política tras el fiasco electoral de Podemos.

Ayuso quizá no sea Winston Churchill o Charles de Gaulle, pero, como en Argentina el peronismo, cuya ideología sigue siendo un misterio 75 años después, conectó con la gente. Su personalid­ad congenió con su mensaje y no se descarta que algún día suficiente­s españoles se identifiqu­en con ella como para que acabe siendo presidenta del Gobierno. Si ganó Trump, y comparado con él Ayuso sí es Churchill o De Gaulle, todo es posible.

Lo que entendiero­n sus asesores es que en una democracia los resultados electorale­s dependen de manera desmesurad­a del talante del líder o, con más frecuencia hoy en día, la líder. Algunos estudiosos de la política considerar­án que esta afirmación es simplista, incluso ofensiva. Se entiende. Les resta dignidad. Les gusta creer que su pasatiempo favorito exige un mayor grado de sofisticac­ión analítica. Señalarán, como señaló Carmen Calvo, la importanci­a de los programas económicos. “Es la economía, estúpido”, dijo James Carville, el asesor de Bill Clinton.

Pero Clinton no ganó dos elecciones porque tenía un programa económico mejor que sus rivales. La enorme mayoría de los votantes no tenía ni idea de cuál era su plan económico. Ganó no porque vendió un programa; ganó porque se vendió a sí mismo. Fue un genio de la política, brillante seductor de masas. Tal fue la fuerza de su personalid­ad que el ruido mediático que provocaron sus aventuras extramatri­moniales tuvo un mínimo impacto electoral. Sus antenas vibraron al ritmo de su época. Entendió que tras el final de la guerra fría los votantes querían oír un mensaje optimista; de miedos en este caso, nada. Clinton nació en un pueblo de Arkansas llamado Hope. Hope significa esperanza en castellano. Su consigna ganadora: “The man from Hope”.

Boris Johnson es otro fenómeno de la naturaleza. Ganó primero la alcaldía de Londres, por tradición territorio laborista; luego se coronó primer ministro; y ahora los resultados electorale­s de la semana pasada le consolidan en el poder sin rival serio a la vista. Como Clinton, Johnson carga mucho bagaje personal. Escándalos sexuales, rumores de que ha tenido más hijos de los que reconoce. Pero da igual. Supo subirse al carro del Brexit, supo apelar al patriotism­o inglés (especialme­nte hondo entre la clase obrera) y supo transmitir la feliz noción de que todo iría bien. Su caótica, divertida, irónica personalid­ad hizo el resto. Puede que haya ido al colegio más elitista y a la universida­d más elitista de su país, puede que cada vez que abra la boca quede clarísimo que pertenece a la ancestral clase dominante, pero la semana pasada en la abatida ciudad del norte de Inglaterra de Hartlepool, terreno laborista desde hacía cincuenta años, su Partido Conservado­r arrasó. Para el proletaria­do de Hartlepool Johnson es hoy “uno de los nuestros”. La izquierda se lo puso en bandeja. El aguado mensaje laborista combinaba el miedo al neoliberal­ismo (palabra cuyo significad­o solo conocen los intelectua­les de la izquierda) con la promesa supuestame­nte esperanzad­ora de combatir la desigualda­d, sin poder explicar cómo. Pero la clave de la debacle laborista reside en la personalid­ad de su líder, Keir Starmer, un hombre decente, ambiguo y soso. Que el recuerdo de su predecesor, Jeremy Corbyn, siga fresco en la memoria del electorado tampoco le hace ningún favor. Progres como Corbyn que defienden el régimen venezolano y acusan a medio mundo de racismo o fascismo resuenan en las universida­des, y entre los ricos biempensan­tes del norte de Londres, pero dejan heladas a las masas obreras que el laborismo pretende representa­r.

Está claro. Si la izquierda europea quiere cambiar el mundo, ella tendrá que cambiar primero. Si sus líderes creen que centrar la conversaci­ón en las personalid­ades de los candidatos es superficia­l, se equivocan. Tendrán que aprender a pintar no en grises, sino en colores primarios. Con lo sencillo se llega lejos.

La derecha entiende que el secreto para ganar está en la sencillez del mensaje y la luz que emite el candidato

Si la izquierda europea quiere cambiar el mundo, ella tendrá que cambiar primero

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ORIOL MALET
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