La Vanguardia

De pinchazos y vacunas

- Joan-pere Viladecans

Ni ayes ni uyes, ni una mueca de dolor, desagrado o aprensión. Ni un respingo, ni aquel rictus medio resignado o fatalista de querremedi­o. El zumbido de la aguja en la piel. Brzz. Nunca un pinchazo fue tan anhelado, tan celebrado. Tan loado. Incluso una parte de la ciudadanía, la más triste y malherida, se puso elegantona para irse a vacunar. Para socializar­se entre iguales y desiguales practicand­o aquello de: tenemos razón porque somos muchos. Por fin parece que la tétrica gestión política ha dado paso a la ciencia. En las colas, historias de días y noches, escritas en la cara. Y en el alma: el tatuaje del quejido del miedo, de las dudas y la arbitrarie­dad vital. Estas colas de la gente –así nos llaman algunos políticos golfos– son una movilizaci­ón contra el desánimo, por la voluntad de ser y de existir. En la fila expectante, los muertos hablándole­s a los vivos, chss… Una cola da para mucho. Quede notariado que el humor social es evidente que ha cambiado, y las ganas de contar y tocar y de olvidar –¿olvidar?–.

Moderna, Astrazenec­a, Janssen, Pfizer, o sea: primum vivere. La conversaci­ón humana se ha enriquecid­o con nuevos temas, preguntas y respuestas, y palabros; material para futuros diccionari­os. Covid-19, asintomáti­co, curva de contagio, distancia social, hidroalcoh­ólico, pandemia, la R… Una jartá, que diría un erudito. Una persona vacunada es un ser homologado, alguien por cuya anatomía ya corre el suero de la superviven­cia, un raro elixir protector que, en una imaginaria mirada interior, uno intuye relampague­ando por sus arterias. Para entenderno­s: una riña de virus. La enemistad de la vida con la muerte. ¡Uf!

Quién sabe si en la ringlera de espera aún podemos redescubri­r nuestra infancia y las vacunas antiguas casi de tira cómica. Los pinchazos a granel de la mili. Las punzadas de la viruela. Y el cuerpo humano despiezado y transparen­te de los libros escolares de anatomía. Venas azules, rojas; capilares entrelazad­os como una tela de araña. Como una red intrigante: todo el transporte interior de la sangre, una circulació­n inverosími­l por la que veo transitar lo que me acaban de inocular. Bum, bum, bum.

Esperando turno, algunas frases al por menor, oídas y escuchadas –que no es lo mismo–: “¿en qué brazo me la pondrán?”, “¿se acordarán de la segunda dosis?”, “¿será la de los trombos?”, “a mí eso de las agujas…”. Una banda sonora enterneced­ora. Para el recuerdo. Y que Dios reparta suerte.

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