María en la fe del pueblo
La devoción a la Virgen hay que entenderla como una devoción, al mismo tiempo, inteligente y tierna, fundamentada –cómo es natural– en la fe de Jesucristo. El Concilio Vaticano II, al hablar del culto a la Virgen, “exhorta a todos los hijos de la Iglesia a fomentar generosamente el culto, sobre todo el litúrgico, a la bienaventurada Virgen, a tener en gran estima las prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella que en el transcurso de los siglos el Magisterio ha recomendado... Y a los teólogos y a los predicadores de la Palabra de Dios recomienda que, cuando expongan la dignidad singular de la Virgen, se abstengan tanto de cualquier falsa exageración como de una excesiva estrechez de espíritu” (Constitución sobre la Iglesia, 67).
La devoción a la Virgen ha de ser inteligente. Sin caer en la aridez de los conceptos, tiene que estar apoyada en la Sagrada Escritura y en la genuina Tradición de la Iglesia. Y tanto una como la otra, ha fundamentado la veneración a María en el hecho real de ser Madre de Jesús y, en consecuencia, si bien en un sentido diferente, Madre de la Iglesia. No creo que nos podamos sentir más hijos de María de lo que se sintió santo Juan Evangelista, que en su Evangelio nos la presenta vinculada estrechamente a la persona de Jesús, único mediador de nuestra salvación.
La devoción a María ha de tener un toque de ternura, sin caer en el sentimentalismo y menos todavía en una veneración mítica de sus imágenes. La Iglesia, cuando bendice una imagen de María para la veneración de los fieles, hace la siguiente plegaria: “Que la imagen que miramos con los ojos nos quede grabada” en el “corazón”, con el fin de tener “una fe que no desfallezca, una esperanza firme, un amor diligente y una caridad sincera” (Ritual de bendiciones, n.º 1080). Tenemos que dirigirnos a María con afecto y ternura, y que la contemplación de su imagen nos mueva a imitarla. Las relaciones madre-hijo mantienen la afectividad al paso de los años. Es natural, pues, que toda plegaria dirigida a María tenga un tono de ternura propio de las relaciones de un hijo con su madre.
Volvemos a los pasajes del Vaticano II sobre María. En la continuación de lo que antes hemos mencionado, encontramos escrito: “Recuerden los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio ni en una cierta vana credulidad, sino que procede de una fe auténtica, por la cual somos llevados a reconocer la excelencia de la Virgen e incitados a un amor filial a nuestra Madre y a imitar las virtudes” (67).
En este mes de mayo, fomentamos esta genuina devoción a María. Y, además, este año, invoquémosla especialmente para que acabe la pandemia. Es lo que nos ha pedido al papa Francisco, rezando el Rosario en familia o en comunidad. El papa ha implicado de manera especial todos los santuarios marianos del mundo y el próximo sábado, el escogido es el de Montserrat. El comunicado vaticano acuerda que “cada Santuario... está invitado a rezar en la forma y el lenguaje en que se expresa la tradición local, para invocar la recuperación de la vida social, del trabajo y de las numerosas actividades humanas que se suspendieron durante la pandemia. Esta convocatoria en común pretende ser una oración continua, distribuida por los meridianos del mundo, que toda la Iglesia eleva incesantemente al Padre por la intercesión de la Virgen”. Ni que sea desde casa, participemos de corazón y con devoción filial.
El papa Francisco nos pide que este mes de mayo invoquemos a la Virgen para que acabe la pandemia