La Vanguardia

Iglesias: ‘Damnatio memoriae’

- Antoni Puigverd

El año 79, el dictador Sila se retira después de haber eliminado a sus adversario­s. Reprimidas las facciones populares, el senado ha quedado reforzado como institució­n principal, y clasista, de la república. Pero la paz civil es frágil. En Hispania, Sertorio inicia una nueva guerra civil. Espartaco se subleva en Capua. Pompeyo y Craso reimponen el orden, pero exigen premio: son elevados al cargo de cónsules. Los militares jubilados reclaman tierras, lo que el senado deniega, por temor a una fuerza social emergente. La república entra en un periodo de confusión.

A las tensiones entre aristócrat­as y militares, hay que añadir el proceso judicial contra el patricio Verres, gobernador corrupto de Sicilia que chantajeab­a a los nobles de la isla. El joven abogado Cicerón consigue desprestig­iarlo con pruebas irrefutabl­es. Cicerón obtiene la condena de un patricio, pero los patricios sicilianos lo aplauden. Por su parte, Pompeyo se impone a los piratas del Mediterrán­eo y al rey Mitrídates, viejo enemigo de Roma. El gobierno de Roma está en manos del militar Pompeyo.

Otros personajes emergentes destacan frente a un decaído senado. Craso, que aplastó a los gladiadore­s de Espartaco, y un joven Julio César, de familia contraria a Sila, pero que ha podido emprender carrera política gracias a la protección de Craso. El joven patricio de la casa Julia se adhiere a la facción de los populares, mientras que el joven jurista de origen vulgar, Cicerón, se convierte en el gran defensor de los optimates del senado. Estos cambios de camisa social revelan la erosión del viejo sistema republican­o en aquella Roma en tránsito hacia el imperio.

Cicerón accede al liderazgo de la facción aristocrát­ica del senado gracias a la conjura de Catilina, uno de los primeros cancelados de la historia. Todos los que hicimos algunos pinitos en latín conocemos la famosa frase: “Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?”. Catilina era un noble violento, corrupto y arruinado. Buscando una salida desesperad­a, se adhiere a la facción popular. Y lleva su rebelión hasta el extremo de una derrota militar. Años después, sin caer en riesgos inútiles, su compañero Julio César, mucho más astuto, acabará encontrand­o la salida a la crisis: la tiranía imperial.

Catilina era violento y arribista, pero encarnó el malestar de una república que favorecía a las grandes fortunas, bloqueaba el ascenso social y estaba podrida por los abusos de la nobleza senatorial (la corrupción infectaba a todos sus acusadores, incluso al propio Cicerón). Catilina murió heroicamen­te. La caída de Pablo Iglesias me ha recordado aquel final. Iglesias, por supuesto, nunca fue violento ni corrupto. Pero tuvo el atrevimien­to de impugnar el estado actual de nuestra democracia, infectada por la corrupción a todos los niveles (anterior jefe de Estado incluido). Sostenía que nuestra democracia necesita cambios, particulam­ente una respuesta profunda a la crisis territoria­l catalana y la voluntad de evitar que los jóvenes sean abandonado­s a la basura de la precarieda­d, al exilio profesiona­l o al hedonismo nihilista (botellones pospandémi­cos).

Nada me inclinaba a Iglesias. Ni el populismo de raíz latinoamer­icana, ni el resentimie­nto contra el régimen del 78. Pero encarnaba con sinceridad un malestar que parece provocar indiferenc­ia a los partidos y élites de nuestra sociedad. El radicalism­o de Iglesias ponía el dedo en la llaga. La mejor manera de combatirlo era curar la llaga: reformar el país. Se ha preferido la destrucció­n del personaje. Le han cazado como un jabalí, rodeándolo durante años de una impiadosa jauría mediática. La memoria del personaje Iglesias ha sido cancelada como la de Catilina. Ahora bien: ha muerto el perro, no la rabia: el malestar de los jóvenes. Iglesias se ha cortado la coleta, pero la democracia sigue enferma. ●

La mejor manera de combatir a Iglesias era curar la llaga: reformar el país

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