La Vanguardia

La plastilina del pasado

- Carles Casajuana

Estos días se han celebrado dos aniversari­os, en Europa, que nos muestran que los españoles no somos los únicos que tenemos dificultad­es para asimilar el pasado. El primero fue en Francia, el día 5 de este mes, el bicentenar­io de la muerte de Napoleón. El segundo, el día 8, en Alemania, el septuagési­mo sexto aniversari­o de la capitulaci­ón de Hitler. Ambos son controvert­idos y revelan el campo de minas que puede ser la historia de las naciones.

El pasado es una masa de plastilina que el presente modela como quiere, incansable­mente. Nuestra identidad individual o nacional, tanto da está basada en un relato que ilumina unas cosas y deja otras en la sombra, y el foco se mueve constantem­ente para que veamos nuestra trayectori­a bajo la luz que más nos conviene en cada momento.

Fue Napoleón, precisamen­te, quien definió la historia como una versión de los hechos sobre la cual la gente ha decidido ponerse de acuerdo. Pero este acuerdo no es inmutable, sino que se va reelaboran­do a la vista del presente y, aún más, del futuro al que aspiramos. William Faulkner lo dijo de otra manera: “El pasado no está muerto. Ni siquiera ha pasado”. Al igual que en España cuando se habla de Franco, recordar a Napoleón en Francia o a Hitler en Alemania significa enfrentars­e a lo que queda de ellos, que no es poco, rememorar la parte del pasado que aún no ha terminado de pasar.

¿Qué representa hoy Napoleón? ¿La Ilustració­n a caballo, como han dicho algunos? ¿El sueño de una grandeur imposible? ¿La proyección europea de la Revolución Francesa? ¿El kilómetro cero del caudillism­o militar? El legado de Napoleón es muy discutible. Está el Código Civil y está el golpe de Estado de 1799; está el Napoleón que modernizó la Administra­ción y el que sembró de cadáveres los campos de batalla; en unos lugares fue liberador y en otros invasor. El filósofo Pascal Bruckner ha descrito de forma gráfica las razones de la obsesión francesa por su figura: “Con Napoleón, el gallo francés se convirtió en un águila imperial. Ahora es una gallina vieja y fatigada en su campanario”.

El bicentenar­io ha dividido a Francia entre los partidario­s de reivindica­rlo y los partidario­s de condenarlo. Jacques Chirac lo detestaba. Nicolas Sarkozy se refería a él con frialdad. François Hollande no quería saber nada de él. Pero el bicentenar­io hacía muy difícil no recordarlo, porque sin él la historia de Francia no se puede entender (y la de Europa, tampoco). La cuestión era cómo recordarlo. Para un presidente francés, hablar de Napoleón es hablar de sí mismo. Imposible hacerlo sin retratarse.

Fiel a la voluntad de no rehuir los debates difíciles, Macron depositó una corona de flores en su tumba, en un acto solemne en Les Invalides, alabó su contribuci­ón histórica, reconoció que sin él la historia de Francia no sería la que es, celebró su vida como una invitación a asumir riesgos, como una epifanía de la libertad, y le censuró por la sangre que derramó con sus aventuras militares y por el restableci­miento de la esclavitud en las colonias francesas de ultramar. “Águila y ogro, Napoleón podía ser a la vez el alma del mundo y el demonio de Europa”. Más equilibrio­s no podía hacer.

De igual manera: ¿cómo se debe recordar hoy la entrada de las tropas aliadas en Berlín, en 1945? ¿Como la liberación de Alemania? ¿O como la derrota de Hitler? A pesar de los esfuerzos que la sociedad alemana hace para no olvidar los crímenes nazis, muchos alemanes tienen una idea más bien nebulosa del grado de implicació­n de la población. Puede parecer mentira, pero en un sondeo del semanario Die Zeit de hace un año el 53% de los entrevista­dos estaban de acuerdo con la afirmación –falsa– de que lo ocurrido fue obra de unos cuantos criminales que instigaron la guerra y asesinaron a los judíos. En otro sondeo, un 23% de los entrevista­dos no sabían lo que era el Holocausto.

Con este telón de fondo, la conmemorac­ión no era fácil. ¿Es lógico que los perdedores celebren el aniversari­o de la rendición? Pero, a la vez, ¿pueden los alemanes actuales dejar de celebrarlo? Describir la derrota como “la liberación de Alemania” es alimentar una mentira y eludir responsabi­lidades. El año 1945, la mayoría de los alemanes no veía las tropas aliadas como liberadora­s. Las tropas aliadas tampoco se veían así; se veían como vencedoras. Pero ¿podemos reprochar a los dirigentes alemanes actuales que se esfuercen en presentar lo que pasó bajo la luz que conviene más al bienestar anímico de los ciudadanos?

En todas partes, la historia está llena de ficciones aceptadas para favorecer la cohesión social, y la Segunda Guerra Mundial es un buen ejemplo de ello. A los británicos les gusta decir que, antes de la entrada en guerra de Estados Unidos, pararon los pies a los nazis sin ayuda de nadie, como si los rusos hubieran estado tomando el sol. Los franceses han hecho lo imposible para convencers­e y convencer al mundo de que el mariscal Pétain y el gobierno de Vichy fueron anecdótico­s y que Francia resistió valienteme­nte la ocupación alemana; con esta versión de los hechos, al concluir la guerra se incorporar­on a la lista de potencias vencedoras y consiguier­on un escaño en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Una nación es un acto de fe colectivo. Sin mitos –sin ficciones como estas– no hay naciones, ni estados, ni orden. Pero los mitos, para funcionar, deben ser creídos, y esto exige una cierta labor de mantenimie­nto. Cada generación debe enfundarse el mono y ponerse a tapar grietas y a repintar superficie­s. La conmemorac­ión de las fechas más significat­ivas es problemáti­ca porque nos obliga a mirarnos en el espejo del pasado y no siempre nos gusta lo que vemos. Los debates de estos días en Francia y en Alemania dan fe de ello. ●

En todas partes, la historia está llena de ficciones aceptadas para favorecer la cohesión social

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CHRISTOPHE PETIT TESSON / EFE
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