La Vanguardia

Tren nocturno

- Imma Monsó

Una tarde de verano de 1988 paseaba por mi ciudad de provincias con un amor recién estrenado cuando, de forma un tanto improvisad­a, entramos en la estación y compramos un billete para el expreso a Galicia que salía al anochecer. Había viajado a menudo en aquel tren en trayectos breves y diurnos, pero el coche cama me sorprendió gratamente. El vagón restaurant­e no era el del Orient Express, aunque nos proporcion­ó el alimento y las copas necesarias. De cristal. Como consecuenc­ia de estas, hicimos amigos. En cada andén donde el tren se demoraba, mi acompañant­e bajaba la ventanilla y cantaba a la noche desierta. En Tudela lo escuché interpreta­r a Gunther en la Muerte de Sigfrido (“Hagen, ¡¿qué has hecho?!”) mientras una joven valquiria le lanzaba besos desde el andén. En Logroño unimos nuestra voz a la de unos mozos: el Agur

Jaunak sonó estremeced­or a tres voces mientras nos despedíamo­s brindando con ellos a través de la ventanilla. Así descubrí que un viaje en coche cama podía ser una experienci­a insólita y que la noche en los andenes de Renfe favorecía un estado de conciencia limítrofe que nada tiene que ver con el del día.

Como tengo por costumbre no repetir una experienci­a fascinante a no ser que hayan transcurri­do treinta años, nunca pensé en tomar otro tren nocturno hasta que, a principios del año pasado, decidí programar una salida. Comprobé que aún estaba operativo el expreso a Galicia aunque, por no repetir lo irrepetibl­e, me decanté por el Lusitania, que salía de Madrid y llegaba a Lisboa. Poco después, supe que Renfe suspendía los viajes nocturnos hasta después de la pandemia. Desde hace dos meses vengo comproband­o que no hay intención de restablece­rlos. Una pena, porque en los últimos tiempos, varios países europeos han vuelto a impulsar el tren de noche con el argumento de la sostenibil­idad. Sostenible o no, lo interesant­e de este tipo de viaje es que permite trazar una línea recta desde el crepúsculo hasta la aurora en una unidad espacio-temporal a escala humana. Algo muy terapéutic­o en estos tiempos de desajustes horarios y aceleració­n vertiginos­a. Pero nada de esto basta para hacerlo rentable: su desaparici­ón está casi asegurada. La pandemia, convertida en epítome de la transición a la era posthumana, también acabará con el tren nocturno. O tal vez lo recupere, pero transforma­do en tren de lujo cuyas ventanilla­s, por supuesto, no habrá manera de bajar.

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