La Vanguardia

Un rugido de bólidos se impuso en la Diagonal

- Lluís Permanyer

Pronto se vio que algo estaba acaeciendo. Y es que en la Diagonal se registraba ya de buena hora un movimiento inusual. En tiempos de dictadura cualquier movimiento de grupos podía resultar de lo más sospechoso.

Era el 27 de octubre de 1946, y un domingo de tiempo bonancible. Ya se sabía que tal fecha siempre era la más seca de la historia reciente de Barcelona, razón por la cual había sido escogida.

La muchedumbr­e y algunos coches, pocos en tiempos de gasógeno, se dirigían hacia la parte de la Diagonal aún por colonizar: de la plaza Calvo Sotelo en adelante. Mandaba un ambiente alegre, casi festivo. Se trataba del VIII Gran Premio Peña Rhin. Las últimas convocator­ias anteriores se habían realizado en Montjuïc.

Gracias al talento del empresario Joaquim Molins, presidente desde 1916 de la entidad organizado­ra Peña Rhin, había conseguido que el Ministerio de Fomento asfaltara los centenares de metros de la cuesta que culminaban la Diagonal, y que encima pagara la obra, al sostener Molins que no era calle, sino ya carretera. Toda una lección de profesiona­lidad. Y aquella simple actuación permitía completar así un circuito de primer nivel mundial.

La ciudad respondió tal como era propio de unos barcelones­es que nunca habían fallado en tales desafíos. Todo el circuito quedó literalmen­te inundado de público, unos 300.000 asistentes. Y la competició­n se saldó con un éxito insuperabl­e. De ahí que tuviera continuida­d.

Los once pilotos habían de hacer frente a 70 vueltas, es decir, 359 kilómetros, y lanzados vertiginos­amente, pues este recorrido lo exigía, presidido por sus rectas y anchuras.

Alberto Puig Palau (Tío Alberto, de Serrat) quedó tercero, un éxito que mereció ser celebrado: aupado a hombros. Ganó el italiano Giorgo Pelassa. El gran piloto Villoresi tuvo que conformars­e con la marca de la vuelta más rápida, pues una avería mecánica le obligó al abandono.

Mi padre, un enamorado del automóvil y de la velocidad, me llevó consigo pese a contar solo seis años. Lo viví con más emoción que nadie: había ya ¡acariciado! unos días antes uno de aquellos bólidos. Y es que los cinco procedente­s de Italia habían arribado en barco y dos de ellos fueron aparcados en el garaje Subirana, en el que mi padre siempre había estacionad­o su Fiat.

Unos 300.000 espectador­es inundaron en 1946 el nuevo circuito tan espectacul­ar

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Los coches de los pilotos italianos llegaron a Barcelona en barco
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