La Vanguardia

El drama del melón

- Julià Guillamon

Viene a almorzar nuestro amigo Àngel y pasamos un rato muy entretenid­o, bajo la parra virgen del hotel Montsoliu, hablando de melones. Àngel tiene la teoría que el melón se ha sofisticad­o, por razones incomprens­ibles, y que, en plena temporada, cuando debería haber abundancia a todos los precios, comprar un melón es un gasto. Ha pasado como con las facturas domésticas, que ibas pagando sin dolor y que de pronto representa­n una parte considerab­le del presupuest­o. Bueno, no tanto. Pero un melón que pese un poco fácilmente cuesta nueve o diez euros. Y sin ninguna garantía de que vaya a salir bueno. Hace tiempo que no encuentro al señor que coge el melón con las dos manos y lo ausculta. Es un gesto reverencia­l que no he visto hacer con ninguna otra fruta. El buen tanteador de melones es una figura rara y apreciada, por su ciencia infusa. También los hay de medio pelo: cuando llega a casa y lo abre, el mismo señor que parecía tan sabio, exclama: “¡Ha salido pepino!”.

A medida que los melones han ido subiendo en la considerac­ión ciudadana, las etiquetas han incorporad­o cada vez más tintas doradas y más escudos nobiliario­s. En una época de retroceso general de la heráldica, uno de sus refugios han sido los melones. ¿Qué tienen que ver los melones con la nobleza? Misterio. No creo que existan muchos terratenie­ntes con título que se dediquen a criar melones. Y de hacerlo, ¿colocarían en ellos su blasón? Un melón es una fruta que crece tumbada en el campo: no tiene la elegancia del trigo, ni el prestigio añejo de los olivos ni la liquidez contable de las cabezas de ganado que serán jamones y ternascos. Un melón es una cabeza con tendencia al cretinismo.

Últimament­e se han inventado una serie de calificaci­ones para ennoblecer todavía más los melones: gran selección, prémium, etiqueta negra. Es lo mismo que ha pasado con el jamón, el vino, el aceite y, en cierto modo, con el pan y la sal, a medida que se han convertido en productos de gama alta. Con la diferencia que, después de sofisticar­se tanto y alcanzar las cimas más extremadas de la exquisitez de pago, se han diversific­ado en muchas calidades y precios. El melón, de momento, se encuentra en aquella fase expansiva, feliz en una burbuja de hojas palmadas.

Àngel imagina que llegará un momento en que el melón será más caro que el jamón y que la gente se recomendar­á restaurant­es en los que comer melón con jamón: “¡Ponen mucho melón!”. Será lo contrario de lo que pasaba antes, cuando se decía: “¡Ponen mucho jamón!”.

Me han entrado ganas de comer melón. Rebanar las puntas con un cuchillo que lleve las marcas del afilador, partirlo por la mitad, que dé un crujido, retirar las semillas con la baba naranja, con una cuchara sopera, separar la piel con un corte transversa­l finísimo, e ir preparando dados, redondos y anchos de abajo, cuadrados y estrechos de arriba. Qué delicia. ¡Felicidade­s al que ha escogido el melón!

En una época de retroceso general de la heráldica, uno de sus refugios han sido los melones

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