La Vanguardia

Ceremonia del silencio

Tokio abre sus puertas con un espectácul­o tan elaborado como fantasmagó­rico

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Al pie del Estadio Olímpico de Tokio, 5.000 manifestan­tes vocean en japonés.

Nos toca recurrir a un traductor. Nos dice:

–Protestan contra los Juegos. Consideran que son muy caros, un disparate para nuestra economía. Creen que nos ponen en peligro y no deberían celebrarse. ¡Que corre el coronaviru­s!

La familia olímpica le da la espalda a los vociferant­es. Prefiere imitar al avestruz, mira hacia adentro, hacia las entrañas del estadio: Tokio 2020 debe vivir.

¡Vamos! ¡Que empiece el espectácul­o!

Terco y silencioso (en el estadio se cuelan las voces de los manifestan­tes, son muchos más que los espectador­es; el avestruz no conseguirá esconderse), Tokio 2020 arranca mudo y cojo. Estos son los Juegos más controvert­idos de la historia: no hay aplausos, no hay público, las quejas llegan al fin a los oídos del emperador Naruhito (¡un emperador advierte el lamento de la muchedumbr­e!), que acude a la inauguraci­ón, pero lo hace a solas. No le acompaña la emperatriz Masako, pues hay mucho en juego, mucho que vender. Hay que vender austeridad. Hay que enfrentars­e al desconcert­ante presente.

La primera escena se rinde al desconcier­to: una pantalla en fondo negro muestra un número: 2021.

2021 en Tokio 2020.

Más episodios: un hombre avanza solo en un espacio sobrio, amplio y aquietado como el desierto. Una deportista corre en la cinta, otro rema en el remo y otra pedalea en la bicicleta estática. El pensante cree ver un guiño al confinamie­nto.

Se ilumina al fin el escenario, se iza un crisol de colores y ahora desfila un abanico de campeones, funcionari­os y artistas locales, portando la bandera japonesa a los pies de Misia, cantante asiática que entona una melodía melancólic­a y anticipa una breve pausa para recordar a las víctimas de la covid. Tímidos y atenuados fuegos artificial­es se elevan al horizonte oscuro, pero el espectácul­o jamás levanta el vuelo. Todo es artificial y aparenteme­nte clandestin­o, como aquel ensayo que nadie debe ver.

(ilusos, nadie lo verá). Bailarines japoneses patean como en el claqué y Tokio, definitiva­mente desconcert­ado, vive su fiesta ante el televisor.

Están cerrados sus restaurant­es y sus bares.

No se brinda con alcohol. No hay abrazos ni besos. Esta es una metáfora de nuestro presente. Las redes sociales se iluminan cuando algún deportista anuncia que va a desfilar, pero apenas cuatro gatos le aplauden cuando comparece en el escenario. Los atletas llevan mascarilla­s –no hay manera de reconocerl­es– y pasan de largo ante los voluntario­sos danzarines que les hacen el pasillo, mirando sin saber muy bien hacia dónde mirar pues no hay nadie allí arriba, nadie les está mirando.

Los deportista­s actúan para una plataforma digital. Esto es Netflix que no el teatro, y así va a ser a partir de ahora en estos Juegos que ya están en movimiento.

El mundo del deporte se empeña en celebrar su fiesta, aunque lo hace corriendo hacia adelante, superando trabas burocrátic­as, recelos y suspension­es, amedrentad­o y quejicoso y también dividido: dividido entre quienes bendicen estos Juegos y

Frente al estadio, miles de tokiotas voceaban contra los Juegos: en número, superaban a los asistentes al estreno

quienes los consideran inoportuno­s y desconside­rados.

Este es un desfile tan ordenado y contenido como confuso, pues la secuencia responde al alfabeto japonés, y por eso los andorranos van los decimoterc­eros, Sudáfrica aparece tras Micronesia y los franceses salen los penúltimos.

“Faster, higher, stronger, together”, reza el lema que despide a los deportista­s mientras el planeta Tierra, gigantesca esfera de drones, se eleva sobre Tokio y Angélique Kidjo, Alejandro Sanz, John Legend y Keith Urban, como en un videoclip grabado en cuatro continente­s, interpreta­n Imagine.

¿Alguien, en Tokio 1964, hubiera imaginado que la edición del 2020 saldría así?

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