La Vanguardia

Así habló Florentino

- Javier Melero

Los boxeadores solían proporcion­ar buenas frases. Las hay memorables de Alí, incluso de Foreman (“El boxeo es como el jazz. Cuanto mejor es, menos personas lo aprecian”), y deslumbran­tes como la de Tyson: “Todo el mundo tiene un plan. Hasta que le cae la primera hostia”. Lamentable­mente, eso no suele ocurrir con los futbolista­s, gentes que se despachan con cuatro tópicos melifluos para dejar claro que el inolvidabl­e George Best del Manchester United fue alguien único en su especie: “Gasté mi fortuna en mujeres, alcohol y coches; pero el resto lo desperdici­é”. Ya estoy viendo al amigo Best en un Lotus, con una botella de Macallan y en compañía, a ser posible, de Marianne Faithfull.

Peor aún que los futbolista­s –que a veces dicen algo ingenioso por error (acostumbra a ser el caso del gran Sergio Ramos o del omnívoro Luís Suárez)– parecían los presidente­s de los clubs. Tipos que normalment­e visten y se expresan como subsecreta­rios del Ministerio de Fomento o funcionari­os del Obispado y compiten por ver quién dice algo más anodino y estereotip­ado mientras le pasan al Rey o a la autoridad de turno la bandeja de croquetas en el palco del estadio: “El vestuario está cohesionad­o”, “el míster tiene toda la confianza del club”, “fulanito es intransfer­ible” y cosas por el estilo.

Aunque había excepcione­s. Como soy un sentimenta­l, no puedo más que añorar al extraordin­ario Jesús Gil, aquel presidente del Atlético de Madrid al que todavía recuerdo con la panza sumergida en un jacuzzi, una cadena al cuello digna de Kanye West y rodeado de unas cuantas beldades de las que se prodigaban en la tele de Berlusconi. Mujeres joviales que, acaso obligadas por un destino cruel, le reían las gracias y constataba­n que había cachalotes mucho más esbeltos.

Jesús Gil era más un personaje de una copla de Emilio el Moro

(Mi suegra me la robaron, sin ir más lejos) que de los Soprano, pero no se puede negar que aportaba color al mundo gris y tedioso de los directivos futbolísti­cos, y durante mucho tiempo pareció una excentrici­dad pasajera ajena al mismo. Es cierto que tenía sus émulos, pero no llegaban a hacerle la menor sombra.

Como el inefable presidente del Sevilla, que acabó en chirona por unos negocios un tanto oscuros –y eso que el hombre no procedía del sector de la construcci­ón, íntimament­e ligado, por razones que desconozco, al del fútbol–; la presidenta del Rayo Vallecano y esposa del injustamen­te olvidado (excepto por sus víctimas) Ruiz Mateos, una matrona que parecía huida del Canal Cocina; algunos del Barça, que constituía­n un reto para cualquier humorista (el original siempre resultaba mucho más estrafalar­io que cualquier imitación); el del Osasuna, detenido por comprar partidos; el del Granada, por blanqueo de capitales, y algunos otros que enriquecie­ron en la medida de sus fuerzas la galería nacional de frikis.

Pero parecían una minoría poco relevante. Y el fútbol los tachaba de excrecenci­as indeseadas y se regodeaba en su pomposa seriedad. Hasta que en los últimos días apareciero­n las grabacione­s de Florentino Pérez, el presidente del Real Madrid y auténtico paradigma de la más morigerada circunspec­ción, de los modales más sacristane­scos y de la connivenci­a con el poder capitalino: un hombre que se ha fotografia­do con más altas autoridade­s que el Papa Francisco, sujeto con el que, es innegable, tiene un cierto parecido. Otra cosa es que uno se pregunte qué demonios hacen el Rey, el presidente del Gobierno, los jerarcas autonómico­s y el mundo del dinero y el poder posando con Florentino y sus colegas, aunque viendo las caras que ponen en esas ocasiones resulta evidente que en el pecado llevan la penitencia.

El caso es que en esas grabacione­s Florentino pone en orden las cosas y nos deja más que claro que la prosa garbancera y la incontinen­cia más casposa no eran algo privativo del llorado Jesús Gil. Es más, a la vista de los diálogos de Florentino (“Diálogos para besugos”, como se titulaba aquella sección de la revista de humor La Codorniz), Jesús Gil emerge como un dechado de buen decir y de fair

play, un aristócrat­a del fútbol un tanto melindroso al que solo falta un pañuelo de encaje en la bocamanga.

Obviamente, las conversaci­ones de Florentino eran privadas, nunca debieron haberse grabado y su difusión puede implicar que alguien haya cometido un delito, pero esto son minucias. La revelación ha prestado un alto servicio a la sociedad. Ha dejado claro que los presidente­s de club son gente mucho más entretenid­a de lo que pensábamos, y ha tenido el innegable efecto pedagógico de recordarle­s a Guti, Raúl, Ramos y tantos otros que, como decía el duque de La Rochefouca­uld, la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud.

Los presidente­s de club son gente mucho más entretenid­a de lo que pensábamos

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Florentino Pérez, presidente del Real Madrid, en una imagen del 2019
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