La Vanguardia

Mejor desatar que cortar

- Llàtzer Moix

El camino hacia la igualdad es largo y tortuoso. La supremacía masculina blanca en el ámbito de la cultura es un hecho histórico y, como tal, de improbable corrección. El pasado no se puede cambiar. Sin embargo, en el marco de las guerras culturales, se intenta hacerlo. Este intento tuvo una de sus cristaliza­ciones más vistosas en la teoría del Dead White European Male, referida a escritores y otros creadores que figurarían en los programas de estudios por poseer estas cuatro condicione­s dominantes –ser blanco, ser europeo, ser varón y estar muerto–, más que por sus méritos reales. Y que, por tanto, deberían ser sustituido­s en los temarios académicos por personas de sexo femenino, pertenecie­ntes a minorías étnicas o procedente­s de culturas alejadas de Occidente.

La idea de inclusión que alimenta esta teoría es plausible. Queremos conocer y disfrutar toda obra que nos haga mejores, sin importarno­s quien sea su autor. El problema surge cuando al materializ­arse dicha teoría quedan por el camino Homero, Platón y compañía. Ya ha pasado. Es decir, que so pretexto de incluir, se ha excluido y se excluye. Y no a cualquiera: también a los pilares de la tradición cultural.

Semanas atrás trascendió que la Universida­d de Princeton había decidido que el griego y el latín ya no serían obligatori­os en sus estudios de letras clásicas, atendiendo a las quejas de quienes no ven en la cultura grecolatin­a más que el reflejo cómplice de sociedades en las que se practicó el esclavismo, el racismo o la misoginia. He aquí otra vistosa cristaliza­ción de las ideas hoy en boga entre el profesorad­o y el alumnado universita­rios norteameri­canos (y no solo norteameri­canos). Otra prueba de que el camino de la igualdad puede conducir a graves pérdidas, pasando por el delirio del estudio de lenguas clásicas sin lenguas clásicas, similar al de la tortilla sin huevo o las matemática­s sin ecuaciones.

Ningún autor de mérito actual debería ser relegado hoy por tener la piel oscura, ancestros asiáticos o inclinacio­nes queer. Ningún autor clásico debería ser despreciad­o por haber vivido hace dos milenios. Los partidario­s de la corriente woke, que invita a estar atentos y ser beligerant­es ante cualquier intento de discrimina­ción racial o social, tienen la razón histórica de su lado: en las sociedades occidental­es, donde la igualdad de posibilida­des se abre camino poco a poco, el parnaso ya no será –ya no lo es– un club racial exclusivo. Pero no tienen razón cuando de la denuncia pasan a la justicia revolucion­aria y someten a la cancel culture, a la supresión social, a quienes no les bailan el agua. Esa política está más cerca del ostracismo, la lista negra y el maccarthis­mo que del igualitari­smo. Y, en última instancia, es gasolina para los racistas. No en balde, tiene algo de neorracism­o.

Este nudo no será fácil de desatar. Hace medio siglo, cuando el Mayo del 68 ya no era sino un rescoldo humeante, intelectua­les franceses como Foucault o Derrida cruzaron el Atlántico para ir a predicar su doctrina en las universida­des de EE.UU., donde pusieron las semillas de la a veces rigorista y puritana contestaci­ón actual. Para ellos, la democracia liberal estaba podrida, era una trampa, empezando por el capitalism­o y acabando por el lenguaje, presuntame­nte colonizado por el poder: más una cárcel violenta y asfixiante que una vía de comunicaci­ón.

De aquellos polvos, estos lodos. La huida hacia horizontes ciegos que propuso la French theory impregna hoy la contestaci­ón universita­ria americana radical. No se considera que nuestra sociedad pueda llegar a tener arreglo, sino que debe ser sustituida por otra. No se prioriza su reconstruc­ción, sino su destrucció­n. En una atmósfera donde la Ilustració­n –movimiento de liberación de raíz intelectua­l y provecho colectivo acreditado– se reduce a “un artificio del hombre blanco hetero occidental”, no se reconoce ya al rival y se prefiere suprimirle. Cualquier intento de diálogo se tacha de inviable o estéril. Y así es como se llega a incurrir en las prácticas excluyente­s que tanto se criticaban. Decía Joseph Joubert, uno de los más delicados, al tiempo que escépticos, ilustrados: “No cortes lo que puedas desanudar”. Desanudar lleva más tiempo, sí. Pero cortar reduce el margen de maniobra –el de todos– y la posibilida­d de curar las heridas que nos infligimos. ●

El necesario camino hacia la igualdad está jalonado de pérdidas y delirios

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