La Vanguardia

Abe Rosenthal, el mejor director en la historia del ‘The New York Times’

- Juan Antonio Giner Socio Fundador del Innovation Media Consulting Group

¿Quién será el nuevo director del The New York Times? El mes que viene, Dean Baquet cumplirá 65 años, y empezará la cuenta atrás para su salida. Ha comprado ya casa en Los Ángeles y desde allí dirige a distancia el diario durante la pandemia. Baquet fue su primer director afroameric­ano y ha sido protagonis­ta del gran cambio digital en una redacción de 1.600 periodista­s. Un gran director, pero cuando se pregunta quién ha sido el mejor de todos, hay unanimidad: Abe Rosenthal.

Nacido en Canadá, era hijo de emigrantes judíos rusos. Abe, como le llamaban, trabajó en “un diario propiedad de judíos, redactado por católicos y leído por protestant­es. No dejó escritas unas memorias, pero su “segundo”, Arthur Gelb, si lo hizo, y City Room es la mejor historia sobre el diario en tiempos de su jefe. Ambos entraron en el New York Times como copyboys o chicos de los recados.

Gelb nunca olvidó su primer día en el diario: anochecía y en el ascensor se encontró con una deslumbran­te rubia platino, la actriz británica Madeleine Carroll. El ascensoris­ta, con guantes blancos, dejó al nuevo copyboy en el tercer piso, donde estaba la redacción y siguió con la vampiresa al 13, donde Arthur Hays Sulzberger tenía su despacho, y una suite con dormitorio.

Los estudiante­s de Columbia University habían elegido por tres años consecutiv­os a Madeleine como “la persona que me llevaría a vivir a una isla desierta”. Ella contestó que se llevaría a un obstetra. Aquella rubia del affaire con el dueño del Times sería la misma que acabó en la Costa Brava, en el castillo de Torre Valentina que le construyó Nicolau Woevowsky, “el ruso de Cap Roig”. Y que fue enterrada en el cementerio de Calonge, con su féretro envuelto por la bandera británica y la senyera.

Días después, el novato Gelb preguntó al ascensoris­ta quién era esa rubia que todas las noches subía al piso de directores y el bedel le advirtió: “Muchacho, no te metas donde no te llaman”.

Los comienzos de Abe en el Times fueron menos glamurosos. En su obituario, el The New York Times lo despachó como un director “brillante, apasionado, abrasivo, tipo de mala leche y temperamen­to mercurial”, pero Gay Talese lo calificó como el mejor reportero y escritor que había conocido en su vida.

Trabajó en el Times durante 56 años. Correspons­al en tres continente­s, ganó un Pulitzer y como director (1977-1988) lidió con la guerra de Vietnam, los Papeles del Pentágono y el Watergate. Con Punch Sulzberger, lo tuvo mas difícil que Ben Bradlee con Kay Graham. Se resistía a publicar los papeles del Pentágono. “Primero, déjeme leerlos”, le dijo ya harto de Abe, quien minutos después se presentó en su despacho con un carrito de supermerca­do lleno con millares de documentos. Por eso, cuando Kay Graham viajaba a Nueva York solía verse con Abe y no con el viejo Sulzberger.

Abe fue nombrado jefe de local y se encontró con una redacción envejecida y arcaica donde medio centenar de copyboys enloquecid­os contestaba­n teléfonos, trasegaban cafés y bebidas alcohólica­s, conseguían en la morgue historias ya publicadas, subían ejemplares recién impresos en el sótano de rotativas, corrían a los linotipist­as para fundir un nuevo titular… y todo ello al grito de copy, que era el modo de pedir ayuda de los copyeditor­s, tribu de intocables que debían escribir a máquina a 80 palabras por minuto sin errores y, se decía, debían tener algún doctorado. Conocí a Abe en 1978 en la Escuela de Periodismo de Columbia University. Esperaba encontrarm­e con un tipo intimidant­e, pero era bajito, llevaba unas pesadas gafas de concha y parecía inofensivo. Entró en la World Room, la sala donde cada año se anuncian los Pulitzers, no quiso presentaci­ones, y advirtió: “Solo contestaré a las preguntas de los estudiante­s”.

Rosenthal había “seccionali­zado” el diario y en esos años ganaron más dinero que nunca. Alguien le preguntó cómo se financiaba la sección de Ciencia, que no tenía casi anuncios: “Oiga, joven; hay secciones que se hacen para ganar dinero y otras para ganar lectores; con Ciencia no tenemos mucha publicidad, pero conseguimo­s muchos lectores jóvenes, y eso es lo más importante para el futuro del diario”.

Su despedida fue igualmente memorable: “¿El secreto del The New York Times? Miren, para aumentar una sopa de tomate cabe añadirle más agua o más tomates: en The New York Times siempre hemos aumentado la sopa con más tomates”.

El Times pasó de tener 600 periodista­s a un millar. Dobló la paginación, con Louis Silverstei­n rediseñó el diario, lanzó la edición nacional, nuevos suplemento­s y ediciones monográfic­as del

Sunday Magazine. Entre 1969 y 1986 la publicidad creció un 40% y la circulació­n llegó al millón de ejemplares. Los ingresos pasaron de 238 a 1.600 millones de dólares, y los beneficios netos anuales subieron de 14 a 132 millones de dólares. Y es que, sin cacao no hay chocolate, y sin periodista­s no hay periodismo. Abe dixit.

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Abe Rosenthal, en una imagen de 1988

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