La Vanguardia

Una eternidad de 50 años

Mi novia iba en otro vehículo, perdido en las calles de Coimbra con otro amigo y el que sería su marido, apenas dos años después

- Carlos Zanón

El amor eterno era más económico cuando no vivíamos noventa, ochenta años. La eternidad podía ser de diez o veinte, por lo que los sonetos de amor gozaban de relativa credibilid­ad. Durante años defendí que uno de los pueblos más feos en un país tan hermoso como Portugal era Caldas da Rainha. La memoria suele ser mentirosa. Es imposible que aquel bar, aquellos asiduos de aquel bar, aquella noche en aquella habitación encima de aquel bar pudiera estar ubicado en Caldas da Rainha. Porque Caldas no es en absoluto un lugar horrible. Así que mis dos amigas –ninguna de ellas mi novia, que iba en otro vehículo perdido en las calles de Coimbra con otro amigo y el que sería su marido, dos años después– y yo debimos acabar en un pueblo o en un bar de carretera cerca de Caldas ante la imposibili­dad de hospedarno­s allí. Seguro que eso fue lo que pasó.

Habíamos estado visitando las tumbas de la noble gallega Inés de Castro y su amante primero y esposo después, Pedro. Inés acudió a la corte acompañand­o a Constanza, que casó con el que sería Pedro I. Fueron amantes y tuvieron tres hijos. Cuando murió en un parto Constanza, la posibilida­d de que Inés fuera reina de los portuguese­s y que eso conllevara la sumisión a Castilla hizo que el rey de Portugal, Alfonso IV, ordenara su asesinato, que se consumó. Cuando Pedro I subió al trono, la venganza fue cruenta, guerra civil mediante. La leyenda dice que el cadáver ya en estado de descomposi­ción de su amada fue colocado en el trono y los nobles tuvieron que besar su mano. Es probable que eso ya no sea cierto. Dos de sus tres asesinos pudieron ser atrapados y ajusticiad­os. A uno se le arrancó el corazón por el pecho, y al otro, más sofisticad­o, por la espalda. Pedro e Inés yacen enterrados juntos. Los pies de las tumbas se tocan porque el rey quiso que, en el momento de la resurrecci­ón, lo primero que vieran sus ojos fuera a Inés. En el siglo XIV el amor eterno podía ponerse así de estupendo.

Henchidos de dramas de la realeza, llegamos a aquel establecim­iento, cafetería o bar con habitacion­es en el piso de arriba y yo, con mis dos amigas, me sentía portada de disco de Leonard Cohen, pero tenía la barriga revuelta, y mi novia estaba en otro coche, y tardé un par de días en darme cuenta de que querer perderse es distinto de perderse. Todo aquel local estaba lleno de hombres, la mayoría ancianos, jugando a dominó y a cartas. La escena podía haber sucedido en ese momento o cincuenta o cien años antes. Humo y olor a cerrado. Todos fingieron no reparar mucho en nosotros. La escena era previsible hasta que reparamos en ella, en aquella chica japonesa, sentada en una mesa, delante de un refresco –vaso y botella–, llorando sin parar. No muy lejos de ella, en una mesa pedimos nuestra consumició­n. Hacíamos por no quedarnos mirándola, en sus hipidos y lloros –silencioso­s, lágrimas grandes, como de dibujos animados–. ¿Qué hacía en aquel rincón perdido de Portugal? ¿Qué le estaba haciendo llorar de esa manera…? ¿Qué podíamos hacer nosotros…? Lucia Berlin escribió que la diferencia entre Europa y Sudamérica es que si alguien entra en un autobús y ve, al fondo de este, una mujer llorando, en Europa nos sentaríamo­s en las primeras filas para no molestar y en Sudamérica se le pondrían al lado para hacerle compañía. Por fortuna, una de mis amigas era argentina, de un barrio de la ciudad de Rosario, y decidimos sentarnos a su mesa. Tratamos de hablar con ella, consolarla, pero no hizo nada más que llorar y llorar. Sin ruido, con una pena inconsolab­le. Yo pensé que nunca había querido a nadie como para llorar de esa manera, pero me dije que, como escribió Cortázar, aún tenía por delante una eternidad de cincuenta años para conseguirl­o.

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