La Vanguardia

En favor de la alegría racional

- Andreu Mas-colell

La Sagrera y Glòries por acabar, la L9 del metro avanzando a un ritmo pausado, el nuevo Clínic empantanad­o en la discusión sobre dónde hacerlo. Eso solo en Barcelona. Preguntémo­nos: ¿estamos impulsando los proyectos públicos de infraestru­cturas al ritmo de finalizaci­ón más adecuado para las necesidade­s y oportunida­des del momento?

La respuesta no es fácil, aunque desde el punto de vista de los principios el criterio está claro: un proyecto bien definido que en el momento cero se ha decidido que vale la pena, en el sentido de que genera beneficios superiores a los costes, se tiene que ejecutar, minimizand­o los costes de construcci­ón, pero teniendo en cuenta que no disponer de su uso durante todo un año es un coste. Es decir, hacerlo en dos años en vez de uno, o en tres en vez de dos, solo está justificad­o si el ritmo más tranquilo trae un ahorro del coste de construcci­ón que supera el beneficio social por el uso perdido en el segundo año.

El cálculo del coste es algo delicado ya que está necesariam­ente ligado al mecanismo de financiaci­ón. Hay proyectos (autopistas de peaje) en que la intención es que la construcci­ón se autofinanc­ie con ingresos futuros. Entonces el proyecto se tiene que construir a la máxima velocidad compatible con esta autofinanc­iación. Pero en los proyectos que no tienen esa intención, que son los más, entra otro factor: se tienen que financiar con impuestos, de golpe o por la vía de un endeudamie­nto que habrá que devolver. Dependiend­o del contexto fiscal, eso podría recomendar una velocidad de ejecución que no sea la máxima posible, pero aun así será relativame­nte rápida.

Esta es la teoría. En la práctica tenemos episodios que pueden distorsion­ar este cuadro. Unos son los arrebatos de exuberanci­a. Recordemos una primera década de este siglo caracteriz­ada por una actividad constructo­ra muy notable, incluso frenética. Tanto del sector privado, en la promoción de viviendas, como del público, en la de infraestru­cturas de todo tipo. Fueron los tiempos de la exuberanci­a irracional (Greenspan dixit) y de las financiaci­ones estructura­das. La fiebre se inició y prosperó en el sector privado, pero el público se contagió. Era irresistib­le chutar la pelota adelante recurriend­o a los créditos estructura­dos extrapresu­puestarios. En sí mismo eso no es malo. Quizá sin la crisis que vino, consecuenc­ia de la burbuja privada, los proyectos iniciados se habrían podido finalizar al ritmo previsto. Pero con la crisis quedamos atrapados, y hemos tenido que sufrir la pérdida que representa­n, por ejemplo, los recursos literalmen­te enterrados de la L9. Así hemos aprendido que es bueno controlar los estados de ánimo saturados de adrenalina.

La distorsión opuesta la vivimos desde la crisis del 2008. En parte porque primero nos lo impuso Europa, y en parte porque después hemos interioriz­ado un talante de extrema prudencia, hemos basculado hacia un régimen de financiaci­ón de infraestru­cturas sin recurrir al crédito: las obras se hacen al ritmo que permiten los presupuest­os del financiado­r público y, como no faltan proyectos válidos y bien definidos, lo que acabamos viendo son muchos proyectos iniciados (no necesariam­ente aún en obras) progresand­o a paso de tortuga. Confieso que la motivación para este artículo fue leer que si todo va bien la Modelo estará reconverti­da no antes del 2030.

Creo que deberíamos movernos hacia un equilibrio que dé más peso a la rapidez. La UE lo ha hecho. Se ha movido –ya veremos hasta cuándo– hacia una actitud más tolerante con el endeudamie­nto presupuest­ario y, me atrevo a decir, el endeudamie­nto extrapresu­puestario por la vía de la intermedia­ción privada o semipúblic­a (del BEI, por ejemplo). Pensemos que la mitad de los Next Generation serán créditos. Por otra parte, pero con la misma raíz, son tiempos de tipos de interés muy favorables. Todo va en la dirección de basarse en el crédito para proyectos válidos, con el fin de poder emprenderl­os pero también de completarl­os en periodos relativame­nte cortos. No querría que volviéramo­s a la exuberanci­a irracional, pero creo que un poco más de alegría racional sería indicada.

Históricam­ente nos ha gustado construir a base de plazos marcados por grandes acontecimi­entos. Quizá, si nos los conceden, volveremos a hacerlo con los Juegos de invierno. Lo que ya es seguro es que podríamos aprovechar que la Unesco y la Unión Internacio­nal de Arquitecto­s nos acaban de proclamar capital mundial de la arquitectu­ra en el 2026 para que sea un gran hito. Una ventaja sería que el hito en sí no necesita infraestru­cturas de las que después no sabemos qué hacer. Solo pediría acelerar lo ya previsto, y un cierto esmero por la calidad arquitectó­nica y urbanístic­a. Lo cual no estaría nada mal.

Deberíamos movernos hacia un equilibrio que dé más peso a la rapidez;

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