La Vanguardia

El judío de Kabul se queda

Zabolon Simantov es ahora el único afgano de esta religión bajo los talibanes

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El último judío de Afganistán se lo ha pensado mejor y dice que se queda. Zabolon Simantov, que tuvo malas experienci­as durante el anterior régimen talibán, ha rechazado todas las ofertas de evacuación, incluida una en un avión privado.

Este vecino de Kabul, de sesenta y dos años, vive en la sinagoga construida en los años sesenta en la calle de los floristas. Pocos meses atrás, había declarado que las próxima fiestas, en septiembre, las pasaría en Israel, desde donde prefería ver a salvo y en televisión el avance talibán.

Como es sabido, todo se ha precipitad­o. Una organizaci­ón que ya socorrió a judíos en Siria, del empresario israelo-estadounid­ense, Moti Kahana, daba por sentado que el pasado martes volaría. Hasta llegó a ser grabado recitando una pregaria que se lee antes de viajar. “Mi equipo le vio haciendo las maletas”, ha revelado Kahana a un diario estadounid­ense, “pero luego nos pidió cincuenta mil dólares. Lo siento, pero no pago a nadie por salvarle la vida”.

Aunque Simantov se había labrado una cierta reputación –cobraba por ser entrevista­do– una versión benévola sostiene que su intención era pagar todas las deudas contraídas con sus vecinos.

Según la prensa israelí, el motivo podría ser aún más prosaico, aunque no menos escabroso. Simantov se niega desde hace veinte años a concederle el divorcio religioso a su esposa, judía de Tayikistán, que vive con las dos hijas de ambos en Israel. Desde hace cinco años, insistir en su negativa podría llevarle a una cárcel israelí.

Simantov, que dice haber nacido en Herat, montó un negocio de exportació­n de alfombras en Kabul, donde el último rabino hizo las maletas en 1988, junto a los soviéticos, para no volver jamás. Él, que se define como “valiente”, además de terco, se quedó.

Aunque en 1998, con los talibanes ya en Kabul, decidió mandar a su esposa e hijas a Israel, por motivos de seguridad. A él le bastaron dos meses en Tierra Santa para asumir que era afgano y darse cuenta de que hasta el ruso se le daba mejor que el hebreo.

Por increíble que parezca, volvió al Afganistán de los talibanes, para instalarse en la sinagoga de Kabul, que estaba a cargo del otro supervivie­nte de la comunidad, Isaac Levin, que al principio le acogió bien.

Hasta que empezaron a llevarse como el perro y el gato. Aproximada­mente, porque “un perro es mejor que él”, terminaría diciendo Simantov de su correligio­nario.

Las constantes invitacion­es de Simantov para que Levin emigrara a Israel, para disfrutar “de su mejor clima”, llevaron a este a sospechar que su intención era vender la Torá de más de cuatrocien­tos años. Simantov, por su parte, acusaba al primero de querer desprender­se de la sinagoga.

Sus ruidosas peleas provocaron la intervenci­ón de la policía talibán. Ante esta, uno y otro desgranaba­n acusacione­s que podían acarrear pena de muerte. Levin, decía Simantov, “alquilaba habitacion­es a prostituta­s” y “destilaba alcohol”. Simantov, clamaba Levin, era “un espía y un ladrón”.

Los talibanes les dieron más de una paliza –Simantov ha enseñado fotos de los moratones– y los encarcelar­on cuatro veces. Pero sus riñas seguían en la celda, enervando hasta al carcelero más correoso, que terminaba echándolos.

La inquina de los dos únicos judíos del emirato talibán, que compartían cocina sin poderse ver, inspiró dos obras de teatro, en EE.UU.. y el Reino Unido.

La extraña pareja se separó para siempre con el fallecimie­nto de Levin, en el 2005. “No le echo de menos”, declararía Simantov. “Era un demonio”.

Por el camino se perdió la Torá, requisada por los talibanes y que The New York Times considerab­a retenida en el Ministerio del Interior, tres meses después de la invasión estadounid­ense. Antes o después,

Simantov podría temer la cárcel en Israel, tras negarle el divorcio religioso a su esposa durante veinte años

habría terminado en el mercado negro.

Autorizado por el rabino más próximo –el de Taskent, a 1.150 kilómetros– a sacrificar animales –que luego vendía como halal–, Zabulov salvó su economía. Pero con la disminució­n de tropas se quejaba del bajón de ventas de kebabs. “Simantov no se siente amenazado”, concluye un rabino de Estambul que ha seguido el caso.

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