La Vanguardia

Identidad y desigualda­d

- Koldo Echebarria K. ECHEBARRIA, director general de Esade

Para estas vacaciones elegí un conjunto de libros que me transporta­ban a países diversos, llevado por la curiosidad, pero también por las ganas de desconecta­r de los temas cotidianos. Quizás porque, más allá de lo que se lee, la perspectiv­a es lo que da sentido a las cosas, entre The lottery of birth, de Namit Arora; How the south won the civil war ,de Heather Cox Richardson, y Maroon nation, de Johnhenry Gonzalez, iba a encontrar un hilo común que me ha animado a escribir estas líneas.

Estados Unidos, India y

Haití son países nacidos de la emancipaci­ón contra un poder colonial y que hacen de la lucha por la igualdad su fuerza de su impulso constituti­vo. En ellos late, sin embargo, una paradoja y es que de la igualdad se apropia un grupo social dominante, que excluye al resto de la sociedad a través de prácticas discrimina­torias. Los libros constatan la pervivenci­a de la desigualda­d en el tiempo, la resistenci­a de los nuevos dominadore­s a compartir el poder y la manera en la que el temor a perder sus privilegio­s ha acentuado la tensión social y la violencia política hasta nuestros días.

La historia de Estados Unidos ha estado atravesada por la segregació­n racial, a la que la guerra civil no pone punto final y que se extiende del sur al oeste del país, discrimina­ndo a indígenas, latinos y asiáticos. Hoy somos testigos del desasosieg­o de los americanos blancos, dejados atrás por la globalizac­ión y las nuevas tecnología­s, que ha reabierto estas heridas. En el caso de India, Namit Arora muestra cómo la brecha entre castas ha pervivido a pesar de su prohibició­n constituci­onal; el poder desde la independen­cia ha estado concentrad­o en las castas más altas y, en los últimos años, estas han hecho bandera del hinduismo para fortalecer su control económico y social, discrimina­ndo otras religiones. En Haití los líderes de la revolución (negros libres, mulatos y esclavos nacidos en la colonia, llamados creoles )se hacen con el poder y tratan de subyugar a la mayoría de la población (esclavos nacidos en África, llamados bossals) a continuar el trabajo en las plantacion­es. Esto fracasa por la resistenci­a de los antiguos esclavos y su establecim­iento libre para vivir de la tierra, pero abre una brecha que aún pervive y que evoca el reciente asesinato del presidente Moïse, originario del norte del país y enfrentado a la élite económica de Puerto Príncipe.

Todo ello me lleva a una digresión contemporá­nea que puede extrapolar­se a otros contextos. La lucha por la identidad de raza, cultura, género, religión o de otros atributos está justificad­a cuando un grupo de población es objeto de discrimina­ción por otro, mayoritari­o o minoritari­o, que ejerce una posición de poder. Esta lucha sigue siendo esencial en nuestro mundo para que las personas, independie­ntemente de su condición, disfruten de los mismos derechos. La defensa de la identidad es en estos casos el camino legítimo para conseguir la igualdad.

Lo que tampoco se nos debe olvidar es la facilidad con la que los libertador­es de una identidad pasan a convertirs­e en opresores de otras. Así, la defensa de la idiosincra­sia se convierte en causante de desigualda­d, planteando la necesidad de “igualar al igualador”, en palabras de Giovanni Sartori. Para ello, basta que el grupo segregacio­nista ocupe una posición social dominante, sin necesitar ejercer el monopolio del poder. Es posible incluso que, como ocurrió en la guerra civil norteameri­cana y se repite de algún modo en la actualidad, los que discrimina­n se presenten como víctimas e identifiqu­en nuevos colonialis­tas.

En los tiempos de transforma­ción que vivimos, la incertidum­bre por el futuro está avivando las identidade­s. Al final del camino, el refugio en el particular­ismo cuestiona las solidarida­des de las que depende una sociedad cohesionad­a. En democracia, la identidad no debe prevalecer sobre la igualdad de derechos o de un nivel de resultados igualitari­os para todos los ciudadanos, independie­ntemente de su condición. Dicho de otro modo, si la aspiración identitari­a rebaja estas igualdades básicas por la imposición de políticas religiosas o culturales, por ejemplo, estaremos creando una nueva identidad discrimina­da que luchará por sus derechos.

La defensa de la identidad, para ser parte de la aspiración de justicia social, tiene que situarse en un contexto más universal de igualdad política y social, con la que debe articulars­e.c

La lucha por la identidad está justificad­a cuando un grupo de población es

discrimina­do por otro

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JOHN MOORE / AFP
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