La Vanguardia

Kandahar, la batalla no contada “Fue uno de los momentos más duros de estos veinte años de guerra; murieron cientos de personas”

Los habitantes de la cuna talibana narran el combate final en esta región clave

- CATALINA GÓMEZ ÁNGEL

Hace menos de dos meses, el puente Shekhul Qadir fue el frente de batalla entre el ejército afgano y los talibanes, que presionaba­n desde el noreste. Esta mañana de septiembre, media docena de lugareños trabajan en su reconstruc­ción: varios cohetes talibanes lo destruyero­n en un intento por detener el avance del ejército cuando todavía peleaban por el control de esta región estratégic­a; era la llave de acceso a Kandahar, la segunda ciudad del país, que terminó por caer el 12 de agosto.

“Fue uno de los momentos más duros de estos veinte años. Murieron cientos de personas y casi todo el mundo tuvo que huir de sus casas”, dice Abdul Rareh, que reconstruy­e casi con espanto la guerra de la que fueron testigos en los últimos diez meses en esta región de Panjwai. La mayoría de las viviendas del área, todas de barro, quedaron dañadas. Y otras muy destruidas, como la de Faiz Mohammad. Tres bombas mataron a ocho de sus familiares, entre ellos niños.

La batalla por el control de esta región, a 31 kilómetros de la ciudad de Kandahar, fue una de las más intensas y mortíferas que vivió Afganistán en los últimos meses, cuando los talibanes lanzaron la ofensiva para tomar el control de las capitales de provincia. Kandahar era una prioridad. No solo es el centro económico del sur del país, sino que es donde surgieron. Un gran número de sus combatient­es son originario­s de estas planicies desérticas con montañas que los muyahidine­s utilizaron como base. Y también es uno de los lugares donde los estadounid­enses los atacaron con más fuerza durante las dos décadas de presencia en el país.

“Al principio –los talibanes– no eran tan fuertes. Pero con la llegada de los estadounid­enses y sus bombardeos, muchos nos unimos a ellos”, confiesa Fatollah, de 43 años, que lleva quince con los talibanes. Esta mañana vigila el acceso a lo que fue una base militar estadounid­ense, y después del ejército afgano, donde hoy opera la nueva administra­ción de la región de Panjwai. Un par de Humvees y camionetas destruidas a la entrada de la fortaleza quedan como recuerdo de sus antiguos ocupantes.

Fatollah cuenta que tomó la decisión de unirse cuando su tío y su primo murieron en un bombardeo. “Murieron muchos civiles”, repite. Como memoria, quedan decenas de pequeños cementerio­s que salpican sin orden el desierto. Como si los cuerpos hubieran sido enterrados en el lugar donde murieron. En algunos casos se ven retazos de tela desgastada que recuerdan a la bandera afgana y en otros ondea la bandera blanca talibana.

Muchos habitantes de la región aseguran que están contentos por que la guerra ha cesado, incluso hacen un gesto de euforia cuando se les pregunta por el nuevo emirato, pero se quejan de la situación económica. Los talibanes están gobernando un país con hambre, sobre todo en esta región históricam­ente pobre. “He venido a por ayuda”, decía ayer una mujer, Banbibi, que esperaba turno en la oficina del gobernador de Panjwai. Iba con otras dos mujeres. Las tres decían que no tenían con qué comer y las tres perdieron a hijos y nietos en estos últimos meses de guerra.

“El gobierno pensó que los muyahidine­s estaban en nuestra casa y nos bombardeó”, dice Banbibi, la más expresiva de las tres, que, a diferencia del burka que llevan las pocas mujeres que se ven en la zona, va cubierta con una tela grande negra con estrellas blancas. Tiene siete hijos vivos y un marido enfermo como consecuenc­ia de una herida de guerra, y ninguno tiene trabajo.

Como ellas, al menos 35 hombres esperaban sentados en el piso de tierra para hacer solicitude­s similares. Otros ni siquiera pue

den pedir ayuda, como Qudratulah, un expolicía de 18 años que ayuda a un amigo a vender restos de lo que quedan de bases estadounid­enses. Camillas rotas, una red de baloncesto, decenas de cajas de munición, unos calentador­es de gas... Basura, pero que algunos locales todavía compran.

Los talibanes los han traído hasta aquí, dice el chico, que asegura haber regresado porque el Emirato hizo una amnistía. “No tenía adónde ir”, reconoce con tristeza. “Perdimos todo lo que teníamos, la alegría, los buenos amigos”, continúa. Qudratulah, como los civiles, también asegura que la batalla fue un infierno. Vio morir a más de cien compañeros una noche hasta que, un día, el comandante les dijo que se retiraran hasta Kandahar con sus equipos. Terminaría­n por rendirse a los talibanes semanas después.

En la entrada de la tienda de un caserío cercano a Zangabad, seis hombres conversan tomando un té. “Es lo que Dios quiere, Él nos proveerá”, dice con resignació­n Rahmatulah, de 51 años, al hablar de la situación económica. Viven de lo que siembran, incluido opio, pero los talibanes les han prohibido este cultivo. Aún faltan unas semanas para que llegue la temporada, pero ya muchos han demostrado su inconformi­dad por la decisión. Aunque siembran granadas, trigo o marihuana, su principal fuente de ingreso es el opio.

Para este hombre, lo más importante ahora es la seguridad. “Desde hace un mes no oímos ningún avión y eso es nuevo para nosotros”, dice. Viven en la cercanía de Zangabad, una población donde se dio uno de los actos más atroces cometidos por los estadounid­enses en los veinte años de la supuesta guerra contra el terrorismo en Afganistán. El 11 de marzo del 2012, el sargento Robert Bales asesinó a 16 personas y dejó a seis heridas. No fue el único caso de arbitrarie­dades, cuenta Rahmatulah, que enumera otros casos de asesinatos injustos.

Uno de sus vecinos, Hajji Far Mohammad, fue testigo del asesinato de nueve integrante­s de su familia por un bombardeo. “Mi cabeza no está bien desde entonces”, dice este hombre que sobrevive de transporta­r pasajeros en moto por las carreteras de la región. La pobreza de estos villorrios contrasta con los billones de dólares invertidos por EE.UU. en la guerra que se libró en esta zona. “Con todas las equivocaci­ones de los estadounid­enses, todos estos pueblos apoyaron a los talibanes”, dice Rahmatulah. Muchos de los jóvenes se unieron a la batalla.

Este grupo de hombres asegura que todavía peor que los estadounid­enses fue la policía afgana que ayudaron a formar. Mohammad Isa, de 35 años, cuenta tomando el té que las fuerzas afganas atacaban a civiles simplement­e por ser religiosos. Si iban a una mezquita, ya los acusaban de ser combatient­es. “A los que parecían talibanes los mataban, así, sin más”, dice.

Un kilómetro más allá, el doctor Jamal intenta mirar el futuro con optimismo. Ha regresado para crear un pequeño hospital en esta parte de la provincia. Cree que los estadounid­enses intentaron hacer cosas buenas, como entrenar médicos como él, pero que ya era hora de que regresaran a su país. “Los afganos tenemos que decidir por nosotros mismos”, dice.c

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KAVEH KAZEMI Reconversi­ón Tres generacion­es de talibanes frente a la antigua base estadounid­ense reconverti­da en oficina del emirato en Panjwai, provincia de Kandahar
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JAVED TANVEER / AFP Campesinos de Kandahar extienden uva para que se seque

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