La Vanguardia

El Texas español

- Ignacio Martínez de Pisón

Amediados de los años noventa del pasado siglo, en un viaje por Castilla, se me ocurrió desviarme hacia la zona de La Lora, en la provincia de Burgos. Es un páramo apenas habitado, pedregoso, de tierras ocres, con caminos polvorient­os que zigzaguean entre roquedales. Tiene una belleza áspera, como tantos rincones olvidados de la España vacía. Sería uno más de esos rincones si no fuera porque tuvo su momento de gloria cuando, hace casi sesenta años, vivió una auténtica fiebre del oro negro. En los manuales de ciencias naturales de los niños de mi generación, sugiriendo que el yacimiento burgalés no tenía nada que envidiar a los de Arabia Saudí o Kuwait, la página dedicada a las principale­s potencias productora­s de petróleo solía ilustrarse con una foto de una torre de perforació­n de La Lora. Esa torre la vi yo en mi visita de los años noventa. Bueno, vi esa torre, algunos mecanismos de extracción con aspecto de animal antediluvi­ano y unos cuantos letreros de “prohibido el paso”. Y poco más. Por no ver, no vi por allí a nadie trabajando o vigilando.

La historia de esa fiebre del oro la recupera Juan Antonio Ríos Carratalá en su recién publicado Petróleo, monjas y poetas, en el que recuerda que el “Texas español” llegó a crear cuatrocien­tos puestos de trabajo cuando de sus pozos salían ocho mil barriles diarios de crudo.

El descubrimi­ento del petróleo burgalés coincidió con las celebracio­nes del régimen por los XXV Años de Paz, y no fueron pocos los que lo interpreta­ron como un regalo que la providenci­a hacía a España y su Caudillo. Los medios de comunicaci­ón no hablaban de otra cosa, y el imaginario cinematogr­áfico daba verosimili­tud a la fantasía de unos recios campesinos castellano­s convertido­s de la noche a la mañana en acaudalado­s Tíos Gilitos. El alborozo inicial empezó a decaer cuando se comprobó que las reservas localizada­s eran pequeñas y que el propio petróleo no era apto para la destilació­n. Pero esto no se dijo hasta bastante después y con la boca pequeña. Aunque cada vez más languideci­ente, la

Las fuentes de energía siguen siendo un problema seis décadas después de hallar petróleo en La Lora

explotació­n se mantuvo en activo hasta fecha tan cercana como el 2018.

Más recuerdos de infancia. Cuenta también Ríos Carratalá la historia de Arturo Estévez, el inventor del motor de agua que iba a solucionar la tradiciona­l escasez española de fuentes de energía. Los lectores de cierta edad tal vez recuerden a José María Íñigo entrevista­ndo en la televisión a Estévez, que se había hecho popular tras recorrer multitud de pueblos para hacer demostraci­ones de su invento con la sola ayuda de una motociclet­a y un botijo. Salir en 1969 en el programa de Íñigo era convertirt­e de manera fulminante en una celebridad. El tal Estévez, pese a la trascenden­cia de su hallazgo, decía no tener otra pretensión que la de hacer un servicio a la humanidad. Sin embargo, lo cierto es que, en cuanto llegó el momento de hacer las debidas comprobaci­ones científica­s, desapareci­ó sin dejar rastro. Sus descendien­tes siguen creyendo en las bondades del invento, pero la historia de Estévez se parece demasiado a la de otros falsos inventores, incluido el austriaco Albert von Filek, que consiguió engañar a Franco con un combustibl­e milagroso hecho con agua del río Jarama y a cuya peripecia dediqué yo mismo un libro hace unos años.

Entre Filek, La Lora y Estévez se establece una continuida­d que expresa de forma elocuente la obsesión del régimen por resolver el problema del déficit energético español. Pero en realidad la cosa venía de atrás: ya en 1918 existía en Calatrava (Ciudad Real) una destilería que obtenía combustibl­e de las pizarras extraídas en las concesione­s mineras de Puertollan­o, una técnica que gozó de creciente apoyo gubernamen­tal durante la dictadura de Primo de Rivera y la República. Y, por supuesto, la carencia de fuentes de energía sigue siendo un problema hoy, seis décadas después de que se encontrara petróleo en La Lora. No he vuelto por allí, pero basta con visitarlo a través de internet para comprobar que los molinos de energía eólica han invadido las crestas de las peñas y se han hecho dueños del horizonte. La fiebre de Eolo es la nueva fiebre del oro y, con las actuales tarifas de la luz, me temo que seguiremos sacando electricid­ad de donde sea y al precio que sea. Al precio, incluso, de cargarnos para siempre el paisaje.c

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JAVIER PRIETO / GETTY
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