Escritoras acosadas
Testimonios del infierno que viven las autoras amenazadas y perseguidas por supuestos fans
Recibir una anguila cortada a trocitos, ser seguida por la calle por un desconocido, encontrarse con que han entrado en tu casa, la han puesto patas arriba y han sacado tus juguetes eróticos al rellano de la escalera, ser amenazada de muerte, insultada a gritos, recibir propuestas eróticas de gente a la que no conoces, fotos de genitales, relatos eróticos donde eres penetrada por el narrador, o asesinada... Esas son cosas que les suceden, en pleno siglo XXI, a diversas escritoras, entre ellas nombres tan conocidos como Paula Bonet, Llucia Ramis, Sabina Urraca o Luna Miguel, que han accedido a hablar con este diario del tema.
En junio del 2019, un hombre se presentó en el taller que la pintora y escritora Paula Bonet tiene en Barcelona, media hora antes de que empezara la clase que imparte. “Se hizo pasar por un nuevo alumno, le abrí la puerta, cerré con llave, le dije que esperara en la zona de la entrada y entré a acabar de preparar la clase. Él no hizo caso y entró en la zona donde yo estaba, entonces descubrí que no era ningún alumno. Verbalizó el deseo que tenía de estar conmigo y decidió que tenía que abrazarme. Me zafé de él aprovechando la llegada inminente de alumnos”.
Fue el inicio de una historia de horror. “Empezó a enviarme emails, mensajes y a personarse en la puerta del taller, también de noche. A veces conseguía entrar. En ocasiones, subía y bajaba la persiana y pegaba golpes a la puerta. Otras, besaba el cristal. Siempre le hacíamos fotos o vídeos, yo llamaba al 112, se lo decía y se sonreía”.
“Empezó a dejarme también objetos. Por ejemplo, una anguila de plástico cortada en trozos dentro de un sobre con su nombre, la palabra violador y el emoticono de una sonrisa. Ahí puse la primera Bonet es justamente autora de la novela autobiográfica
La anguila (Anagrama/univers), donde la narradora relata diversos tipos de abuso y relaciones tóxicas que sufrió.
Un año después, la escritora puso la segunda denuncia. “Él continuaba viniendo al taller, a mis charlas, a los conciertos de mi pareja, siempre en primera fila”. Ante la negativa de Bonet a comunicarse con él, “cada vez se ponía más violento”. La artista tuvo que invertir en cámaras de seguridad, alarmas, gas pimienta y taxis, “con los que daba rodeos para evitar que él descubriera dónde vivía”. La jueza dictó una orden de alejamiento.
Bonet puso finalmente su piso a la venta, cambió la ubicación de su taller y se fue a vivir con su pareja, fuera de Barcelona. “Me daba pánico ir a aquellos lugares. Lo despisté unos meses”. Pero, hace poco, “el individuo ha localizado de nuevo el taller, no sé cómo. Tiene una orden de alejamiento y, en un solo día, el pasado 6 de septiembre, se la saltó seis veces, interrumpiendo constantemente nuestra clase. Llamamos al 112 varias veces. Decidí pasar la noche en el taller porque tenía miedo de salir. A la 1.10 h de la madrugada, me puse a trabajar en mi despacho y el individuo apareció agarrado a los barrotes de la ventana que da a la calle, la cabeza casi dentro, hablándome violentamente”.
Desde entonces, “el agresor ha vuelto de noche al taller, ha lanzado líquidos por mi ventana, ha dejado flores enganchadas a la persiana... Yo ya no sé qué hacer, han pasado dos años y tres meses, cada vez estoy más agotada. Este tipo nos impone su presencia y nos atemoriza, tanto a mí como a mis alumnas. Nos destruye”.
La escritora Llucia Ramis nos cuenta su caso, cuyos inicios se remontan al año 2010. “En la presentación de mi novela Egosurfing en Palma, un hombre me pidió que le dedicara el libro a su novia. Al acabar el acto, me fui por ahí con unos amigos. El hombre y su novia se sumaron. Hablé con él unos minutos. Al día siguiente, me propuso por email colaborar con él en un proyecto de cortometraje, se trataba de escribir la letra de una canción. Luego recibí otro email: ahora quería que hiciera de actriz o coguionista”.
A partir de ahí, se desata la locura. “Se obsesionó –relata Ramis–. Pasé a recibir dos o tres emails suyos diarios”. Los correos se incrementan exponencialmente. Ramis los guarda en una carpeta sin leerlos. “En un año, llegué a tener 2.000 correos suyos, en algunos decía que me hablaba como a las plantas y que, aunque no le contestara, escuchando sus palabras yo crecería mejor. Se inventó un código para comunicarse conmigo: me hacía una pregunta y, si yo, tras recibirla, agregaba un amigo en Facebook, eso significaba que le estaba respondiendo
sí. Si, por el contrario, eliminaba a alguien de mi lista de amigos, significaba no. Un día me preguntó ‘¿quieres que venga a Barcelona?’ y, como yo, que ni lo había leído, agregué a tres amigos nuevos, interpretó que le respondía que sí, sí, sí, y se plantó en la ciudad. Suerte que yo estaba de viaje”.
El hombre empieza a llamarla por teléfono. Ramis, animada por su entorno, se decide a denunciarlo. “Solo quería que me dejara tranquila”. En la denuncia, constan mensajes con frases como “te mataré lentamente”. “Cuando se lo mostré al policía, le comenté: ‘Lo dice literariamente’. ‘Eso lo dice usted’, me respondió él”. El juez dictó orden de alejamiento.
“De vez en cuando vuelve a contactar conmigo. La última vez fue por Whatsapp, me envió un mensaje desde un número desconocido que decía: ‘Ya nos veremos cuando yo esté preparado’. ¡Como si se lo estuviera pidiendo yo!”.
La escritora Sabina Urraca, que actualmente reside en Iowa (EE.UU.) nos cuenta, por teléfono, que empezó “a recibir desmedidos ataques personales a raíz de un reportaje que publiqué en 2016 en la revista Vice sobre un parto en casa al que asistí, narrando todo el proceso. Hubo una oleada de gente insultándome, diciendo cosas como que deseaban mi muerte y la del bebé que había nacido ahí”.
“Algo después –prosigue– conté en redes que la familia de aquel parto me había invitado a comer placenta con ellos. Fui como periodista, y probé un poquito. Me llamaban ‘guarra’, ‘asquerosa’… Recibí amenazas. El colmo fue que alguien puso una denuncia, yo vivía en la montaña, aislada, en la Alpujarra granadina, y dijeron que en mi casa estaban teniendo lugar partos ilegales. Un día abrí la puerta y era la policía. Me expliqué y lo desestimaron, por suerte. Pasé mucho miedo, vivía sola en aquella casa, muy desprotegida, mi puerta ni siquiera se podía cedenuncia”.
“Ya no sé qué hacer, han pasado dos años y tres meses, cada vez estoy más agotada”, se lamenta Paula Bonet
rrar con llave. Todo el tema de la placenta acabó siendo el inicio de mi novela Las niñas prodigio”.
Otra variante de acoso es “la gente que me envía cuentos donde aparezco como personaje de ficción, describen cómo se acuestan conmigo, con escenas de sexo explícito. A veces describen cómo me han visto por la calle, me han seguido y llegan a mi casa, con datos que parecen mostrar que saben dónde vivo. Es terrorífico”.
El catálogo de horrores que desgrana Urraca es considerable. “Cada cierto tiempo, hay desconocidos que te mandan fotos de sus genitales. Eso le sucede a más mujeres”. O “gente que me saca fotos por la calle sin que me de cuenta y me las envía con un mensajito: ‘Te he visto pasar’. Es muy perturbador, es una invasión”.
La escritora y editora Luna Miguel ha compartido recientemente en redes sociales el ataque que sufrió hace unos meses, en su piso de Barcelona: “Alguien entró en mi casa con violencia, revolvió mi ropa, dejó mis juguetes sexuales colocados en fila, en la entrada, esparció unos envoltorios de preservativo por mi cama y volcó los libros de mi novio de la estantería”. Miguel había bajado un momento a la calle con su hijo. “Llevaba poco tiempo allí –prosigue–. Me había mudado sola con motivo de mi separación. Ese mismo día puse la denuncia”.c