Borregos y eremitas
No sé si la gente se ha lanzado a la calle como si no hubiera un mañana o si, después de tantos meses de restricciones, ya no nos acordábamos de lo que era vivir amontonados. Los accesos a Barcelona se vuelven a colapsar a partir de las siete de la mañana; las colas para pagar en Zara vuelven a ser kilométricas y los aeropuertos y estaciones están llenos de viajeros dispuestos a llenar aviones con destinos idealizados durante meses con la única razón de ser inaccesibles. El otro día mientras esperaba cruzar un semáforo, oí una conversación enternecedora: una mujer explicaba a otra que justo al declararse la pandemia se había comprado un cerdito (de los de hucha) para ir ahorrando cada mes 50 euros y un día poder ir a algún sitio de viaje. “Me llega para ir a París”, le dice una a otra. “¿A ver la torre Eiffel?”, pregunta la amiga, y la ahorradora le contesta: “No, mujer, eso ya lo veo en la tele, yo donde quiero ir es a lo de los muñecos”, es decir, a Disneyland París.
Bien, pues todos esos viajes aplazados y, en ocasiones, sin mucho sentido, se han ido acumulando y nos han entrado tales ansias que más parecemos una manada de toros saliendo de toriles, sin saber aún que nos van a pegar una estocada en cuanto nos descuidemos.
Pero la pandemia, que aún nos ronda, también ha sido una buena excusa para los malos pagadores. Cuántas citas se han pospuesto con el rollo de que no nos podíamos juntar mucha gente (¡pero, muchacho, si solo íbamos a ser dos!) o que mejor esperar a la vacuna y, ahora, una vez inmunizados y casi normalizada la situación, el compromiso de “en cuanto se pueda, buscamos un hueco” parece haber caído en una fosa insondable.
Unos saliendo de casa a todas horas, cuando no era su costumbre, por la única razón de no haberlo hecho durante meses y otros haciendo vida interior, contagiados para siempre de la alergia a la socialización y al compromiso social o emocional. ¿Qué hemos aprendido? Que, al final, somos unos borregos para algunas cosas y, cuando nos conviene, unos eremitas.c