La Vanguardia

Nadie es perfecto

- John Carlin

Nelson Mandela dedicó su vida a combatir el racismo, pero hay un dato sepultado en la página 292 de su autobiogra­fía que ofrece la oportunida­d de acusarle, sí, a él, de racista. No contra los blancos. Contra los negros. En diciembre de 1961 se subió a un avión en Ghana y al ver que el piloto era negro se asustó. “Tuve que controlar el pánico que sentí”, confiesa Mandela. “¿Cómo era posible que un hombre negro pilotase un avión?”. Ofrezco esta joya a aquellos fanáticos que se dedican al estudio forense de las grandes figuras del pasado con el fin de encontrar motivos para arruinar sus reputacion­es.

O, como dice el léxico revisionis­ta, para cancelarlo­s. Hay un argumento en defensa de Mandela. Como los demás supuestos racistas o colonialis­tas cuyo recuerdo la policía moral pretende erradicar de la historia, perteneció a otra época con otras sensibilid­ades. Él mismo reconoce en su libro que su reacción al piloto negro demostró que había sucumbido “al condiciona­miento mental del apartheid”. Pero los matices no cuentan para la policía moral. Pecaste una vez y no hay perdón posible.

Bueno, Mandela quizá se salve. Haber hecho lo que hizo le da cierto margen. Pero imagínense que se descubrier­a que un contemporá­neo suyo blanco como el presidente John F. Kennedy hubiese reaccionad­o de la misma manera al ver a un negro al mando de un avión. Al día siguiente cambiarían el nombre del aeropuerto de Nueva York. No descartemo­s que un día ocurra. Nadie es perfecto, a diferencia de lo que algunos piensan, y quizá se identifiqu­e otro desliz en la vida de Kennedy, por ejemplo tras excavar en las minucias de sus famosos excesos sexuales, para condenarle a la hoguera.

En algo por el estilo están hoy con Thomas Jefferson, el principal autor de la Declaració­n de Independen­cia de Estados Unidos. Las autoridade­s de la ciudad de Nueva York han decidido esta semana quitar una estatua de Jefferson del edificio de la alcaldía. ¿La razón? Que Jefferson fue, según cuentan sus detractore­s, la encarnació­n de “lo más vergonzoso de nuestra historia”, “pedófilo y dueño de esclavos”. Algo de razón tienen. Jefferson tuvo 600 esclavos y esclavas, con una de las cuales tuvo seis hijos, el primero cuando la madre era menor de edad.

Por otro lado, fue presidente dos veces de Estados Unidos, fue un gran defensor de la libertad religiosa (particular­mente para los judíos, cosa no muy de moda en aquellos tiempos) y fue un erudito: arquitecto, matemático, filósofo y horticulto­r. Es extraordin­ario lo activa que una persona puede ser cuando no hay teléfonos móviles a la vista.

Jefferson representa lo peor de su país pero también lo mejor, igual que la propia Declaració­n de Independen­cia, a la vez uno de los documentos más nobles y más hipócritas jamás compuestos. “Sostenemos como evidentes estas verdades”, reza, “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienabl­es; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Bien, salvo la pequeña omisión de los esclavos.

Jefferson fue un gran hombre, pero la cuestión es si sus defectos, por más típicos de su época que hubiesen sido, le restan todo mérito y, en tal caso, si la sentencia de la alcaldía de Nueva York se debería replicar en todo el país. Si la respuesta es que sí, un lío. Hay 29 ciudades y 3.241 calles que llevan su nombre en Estados Unidos. El monumento a Jefferson es un lugar de visita obligada en Washington, ciudad nombrada por otro de los padres fundadores de Estados Unidos. Otro lío, porque George Washington también tenía esclavos. ¿Entonces qué? ¿Además de borrar todas sus estatuas de los espacios públicos y cambiar los nombres de 5.052 calles, habría que cambiar el nombre de la capital también?

La lista de posibles candidatos a la cancelació­n es interminab­le. Winston Churchill y Charles Darwin han estado en las miras de los justiciero­s hace tiempo. Shakespear­e tambalea. En el Globe Theatre de Londres, donde se estrenaron obras como Hamlet y Romeo y Julieta en el siglo XVI, hay un plan en marcha para descoloniz­ar sus textos. Esto significa, entre otras cosas, quitar palabras que asocian la belleza con la blancura de la piel. Recienteme­nte se han sumado a la lista Beethoven y Wagner, cuyas obras están a punto de ser eliminadas de los currículos de varias academias de música, por ejemplo la del Royal Holloway en Londres.

Un profesor de música del Holloway renunció el mes pasado en protesta. Paul Harper-scott lamentó “la francament­e demencial noción” de que negar a los estudiante­s el acceso a, por ejemplo, la Novena sinfonía de Beethoven “de alguna manera mejoraría las condicione­s materiales de vida de gente económicam­ente, socialment­e, sexualment­e, religiosam­ente o racialment­e discrimina­da”.

El profe da en el clavo. Si aniquilar todo rasgo de músicos, escritores, científico­s o líderes políticos del pasado cuyas ideas o acciones ofenden la sensibilid­ad moderna fuese solo la expresión más pública de medidas concretas para combatir la discrimina­ción entonces tal destructiv­idad podría tener su debatible valor. Si el gesto de esconder o romper a pedazos la estatua de Jefferson no se acompaña de políticas que mejoren la escuálida condición de vida de la gente pobre de Nueva York sería tan legítimo acusar de hipócritas a los biempensan­tes de la alcaldía como a Thomas Jefferson. De hipócritas y también de vagos y de cínicos, ya que el postureo ofrece a los políticos la ruta más fácil a la reelección. Populismo de manual. Se apela a los corazones, a resentimie­ntos y a sensacione­s de injusticia, y se evita el trabajo duro que se requiere para llenar estómagos.

Lo entiende bien una paisana de Mandela, una joven activista de una ciudad cerca de donde el antiguo líder del Congreso Nacional Africano (CNA) nació. Leí un artículo esta semana en el que la joven comentó el cambio de nombre hace tres años de la ciudad de Grahamstow­n, que conmemorab­a a un coronel inglés del siglo XIX, por el de Makhanda, un histórico guerrero africano. “Los líderes locales del CNA son unos corruptos ineptos que viven bien mientras la gente pasa cada día más hambre –la joven dijo–. ¿Qué valor ha tenido cambiar el nombre de donde vivimos? Cero”.c

En Nueva York han decidido quitar una estatua de Jefferson “por pedófilo y dueño de esclavos”

La lista de posibles candidatos a la cancelació­n es interminab­le: Churchill, Darwin, Shakespear­e...

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ORIOL MALET
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