La Vanguardia

El año del récord

- Marta Rebón

La depresión es un país extranjero. Quien la padece, sé de lo que hablo, cree que es su único habitante. Las fronteras, si se divisan, quedan tan lejos que uno piensa que nunca podrá escapar. Parece situado muy al norte porque las noches, insomnes, se encabalgan como en un invierno boreal. Allí se vive a la intemperie, aislado.

No es que no puedas comunicart­e, es que ya no hablas el idioma de antes, con el que, bien que mal, te hacías entender.

Esta es una imagen de tantas para ilustrar la angustia y el desconcier­to que acompañan la depresión. Conozco más. Mías, leídas y oídas a otros: infierno portátil, compañera invisible, túnel sin salida, campana de cristal…

Dice la literatura científica que las metáforas más empleadas tienen que ver con la oscuridad, el peso, los espacios cerrados o una fuerza que tira hacia abajo. En realidad, la enfermedad y el dolor son experienci­as radicalmen­te privadas e intransfer­ibles. Frente a la depresión uno depende de que sus palabras tejan una narrativa que dé sentido a algo invisible cuyos síntomas no son contrastab­les con el microscopi­o o analíticas. Para Alphonse Daudet, autor de En la tierra del dolor, el sufrimient­o, “como la pasión, deja a un lado el lenguaje”, y así cada paciente encuentra su propia teoría del dolor –físico o existencia­l– que varía como la voz de un cantante según la acústica de la sala. Y siempre queda la sensación de no saber decirlo todo, que lo importante permanece mudo y secreto.

Desde hace un tiempo, en campañas como “Hablemos de #Saludmenta­l” o tribunas de opinión, se nos anima a visibiliza­r nuestro estado psíquico. Es decir, antes de poner todos los medios, se nos pide que saltemos sin red. Y con profusión de datos se nos explican, además, cosas ya sabidas: que las cifras muestran un deterioro de la salud mental en nuestro país y que la asistencia psicológic­a y psiquiátri­ca del sistema público arrastra una carencia crónica de recursos. Esto es particular­mente preocupant­e con respecto a los adolescent­es, porque –leo en un estudio en el que ha participad­o el hospital Clínic– “el inicio de la mayoría de los trastornos mentales se produce a los catorce años”. Ahora mismo, al margen de la edad, quien quede encallado en las arenas movedizas de la depresión, si quiere seguir activo ha de ir a un centro de atención primaria para que le receten pastillas y luego, las más de las veces, rascarse el bolsillo para la terapia.

Llevan tiempo encendidas las luces de alarma. El mecanismo de negación (hacer como si nada hubiera pasado, interioriz­ar que lo peor ya había pasado) funcionó en gran medida para la crisis del 2008. El mercado se alimenta de optimismo, no de sujetos alicaídos. Si preguntas a los farmacéuti­cos, hablan de una sociedad medicada. Las cajas de ansiolític­os, antidepres­ivos, somníferos e hipnóticos se prodigan en los mostradore­s. También estaban ahí los datos comparativ­os de la UE, claros y diáfanos, con España a la cola: la salud mental no ha sido una prioridad. Ahora las administra­ciones anuncian “planes de choque” y, si solo se planifican para mejorar las ratios, pienso en el efecto rebote de una mala dieta.

Los factores estresante­s del año pasado vinculados a la pandemia contribuye­ron a que las muertes por suicidio en España alcanzaran un récord histórico. Aun así, algo estructura­l debe de estar fallando también para que ascendiera­n a 3.941 los decesos por esa causa en el 2020. Aunque nuestra tasa de suicidios no es de las peores en Europa, se constata una tendencia al alza que debería hacernos reaccionar. Además, por cada muerte consumada, conforme estimacion­es, se producen veinte tentativas. ¿Cuántos a nuestro alrededor habrán fantaseado con el final para atajar su sufrimient­o? Que la condición humana es vulnerable nos lo ha explicado profusamen­te el pensador Joan-carles Mèlich a lo largo de su obra ensayístic­a. “Nadie puede ocupar el lugar del otro ni nadie puede sentir su dolor, su experienci­a, su pérdida. […] Ser compasivo es situarse al lado del que sufre, escuchándo­lo, atendiéndo­lo, cuidando su cuerpo maltratado, sus heridas, su soledad. Ser compasivo es estar a la altura de lo que el otro nos pide. A menudo es una demanda no explícita, silenciosa. Ser compasivo es estar ahí”. Una expresión sencilla, estar ahí, que aglutina una ética para tiempos inciertos y debería ser una brújula permanente para la política sanitaria.c

¿Cuántos a nuestro alrededor habrán fantaseado con el final para atajar su sufrimient­o?

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LOLOSTOCK / GETTY IMAGES / ISTOCKPHOT­O
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