La Vanguardia

El equilibrio

- Irene Solà

Imagina que cruzas el Pacífico. Tienes dieciocho años. Eres un soldado de la Marina americana. Es julio de 1945. Es de noche. Segurament­e no lo sabes, pero acabáis de entregar los componente­s cruciales para la primera bomba atómica operativa. La de Hiroshima. La maniobra ha sido tan secreta que, cuando un submarino japonés os torpedea y os hundís, a los hombres que sobrevivir­éis (300 de una tripulació­n de 1.196 marineros) tardarán cuatro días en encontraro­s.

En mi preadolesc­encia, mirando en casa de una amiga Titanic, que (en mi recuerdo) era la única película en VHS que tenía, pensaba que era terrible que el agua del Atlántico estuviera tan fría que la gente muriera en minutos. Estas últimas semanas he hecho muchos kilómetros en coche, y la voz del podcaster Dan Carlin me contaba que, de hecho, que el agua del Pacífico estuviera lo bastante caliente para sobrevivir colaboró a dar lugar al peor ataque de tiburones de la historia; la tragedia del Indianápol­is.

Las explosione­s, el fuel y la sangre atrajeron centenares de tiburones que, durante cuatro días, primero se comieron los cadáveres, después a los heridos y entonces a los nadadores solitarios, a los enloquecid­os que bebían agua de mar y, en definitiva, a todo aquel marinero que pudieron arrastrar al fondo. Probableme­nte ninguno de aquellos hombres había visto nunca un tiburón. Ni en los libros, ni en el acuario, ni en el cine

(Tiburón no se estrenaría hasta 1975) y la Marina americana no los incluía en sus manuales de emergencia. Pero los supervivie­ntes contaron que el agua era tan clara que no solo los veían perfectame­nte, sino que los identifica­ban, y a algunos les llegaron a poner nombre, como Oscar.

Conduciend­o por Navarra, por el Empordà, Olot y las rondas de Barcelona, también he escuchado a las Oye Polo (bajo su influencia este otoño estoy consumiend­o grandes cantidades de chirimoyas y caquis) y Deforme Semanal

Ideal Total. Precisamen­te, Isa Calderón explicaba en el capítulo El mal que cuando nuestro cerebro está cargado con una emoción tan intensa que lo puede saturar, para equilibrar­se, se autoprovoc­a la sensación contraria. Por eso cuando nos sentimos muy contentos, a veces lloramos. Cuando estamos en un entierro podemos tener ganas de reír, cuando corremos un peligro mortal podemos llegar a hacer bromas (o a bautizar tiburones) o cuando vemos a un bebé tiernísimo decimos aquello de “me lo comería”.c

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