La Vanguardia

¿Otro Mundial sin Italia? Noooo

- Sergio Heredia

Muchos cincuentañ­eros nos italianiza­mos en aquella tarde en la que Paolo Rossi (d.e.p.) había hallado la piedra filosofal. Era junio y hacía calor en el desapareci­do Sarrià y corría 1982. España acogía la Copa del Mundo de Fútbol y tres seleccione­s habían ido a toparse en aquella segunda liguilla. Dos de ellas eran míticas, la tercera era una outsider.

Estaba el Brasil de Zico, Sócrates y, ejem, Serginho (terrible contrapunt­o, acaso el peor 9 de la historia del Brasil mundialist­a). Estaba la Argentina de Maradona, Kempes y Passarella. Y estaba la outsider, la Italia de Conti, Altobelli, Cabrini y Gentile.

La de Rossi.

De entre las tres, solo una podía pasar a la semifinal. Entonces, el mundo era de Brasil o de Argentina. Y entonces, apareció Rossi.

Rossi era un pollo de 25 años, flaco y listo, que ya había apuntado maneras en 1978, en el Mundial de Argentina: sus tres goles y el despliegue del antifútbol, el catenaccio italiano, habían impulsado a la azzurri hasta la cuarta plaza.

El fútbol de Rossi era huidizo y oportunist­a, y solo aparecía cuando tocaba aparecer. Un pie aquí, una cabecita allá. Sus remates eran un prodigio de acierto y coordinaci­ón. Rossi no chutaba fuerte. Chutaba colocado. Le hacía daño al guardameta rival, parecía tomarle el pelo.

El catenaccio italiano había alcanzado una nueva dimensión en aquel 1982: Gentile era un perro de presa, la encarnació­n del mal. ¿Cómo podía apellidars­e Gentile?

En aquel Sarrià, Gentile había torturado a Maradona y ahora le paraba los pies a Zico, mientras que Rossi, la puntilla del catenaccio, parecía ir deambuland­o sobre el césped, acaso despistado, hasta que un balón asomaba por la zona del 9: entonces, el tirillas señalaba un desmarque, le ganaba la espalda a la defensa brasileña y lo rompía todo.

Tres goles iba a marcarle a los brasileños (¿no era la mejor Brasil de todos los tiempos, Serginho aparte?), otros dos a los polacos en la semifinal y un sexto a Alemania, ya en la final (3-0), ante un Sandro Pertini robaplanos: el presidente voceaba como un tifosi en el palco de autoridade­s, y lo hacía con tanto gracejo y naturalida­d que nos importaba un pimiento el protocolo.

Nos habíamos italianiza­do.

Casi cuarenta años después, sigo recordando los días del Naranjito mientras maldigo el presente, pues la azzurri anda metida en un lío. El lunes se atascaba en su visita a Irlanda del Norte (0-0) y nada garantiza su presencia en los Mundiales de Qatar del 2022. Tendrá que repescar. Es lo último que nos faltaba: un Mundial en invierno, en el Golfo y acaso, y de nuevo (ya pasó en el 2018), sin Italia.

El fútbol se muere. Aquel fútbol.

El fútbol de Rossi era huidizo y oportunist­a, y solo aparecía cuando

tocaba aparecer

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