La Vanguardia

Los urinarios, un problema antiguo

- Lluís Permanyer

El problema de la incontinen­cia urinaria se resolvía hasta tiempos modernos según un estilo de lo más arcaico y sorprenden­te. Unos ejemplos variados evocan la persistenc­ia de ciertas costumbres.

El escritor Gaietà Vidal de Valenciano los contaba en su evocación de la Barcelona entre 1820 y 1840. Y relataba que la garita sita en el baluarte de la Muralla de Mar cabe la plaza Medinaceli fue convertida por uniformado­s del cuerpo de guardia en un urinario; lo mismo sucedió con la próxima al convento de la Mercè. A lo largo de la entrada de la fonda Falcón, en la plaza del Teatre, fue situado un urinario, mientras que uno de los tres arcos de la fachada del teatro Principal acabó convertido en lo mismo. Por si fuera poco, añadía que en la casa del marqués de Castelldos­rius, en la Riera de Sant Joan, había sendos urinarios a ambos lados del portal destinados al servicio público.

Ningún diseño local fue aprobado y se prefirió un modelo francés: la vespasiana

El etnólogo Joan Amades asegura que el bacín situado tras el portal de ciertas casas señoriales fue prohibido por el bruto Carlos de España, capitán general; al negarse un propietari­o, le condenó a permanecer un día entero con la cabeza dentro de la taza.

La calle Gínjol era uno de los seis puntos en los que entonces estaba permitido aliviarse sin peligro de multa.

Un recodo que formaba la Foneria de Canons, al final de la Rambla, mereció ser denominado con este nombre tan expresivo: calle del Cagar-hi.

Todo este panorama motivó el intento de resolver el problema. Varios arquitecto­s municipale­s presentaro­n proyectos de edículos como urinarios públicos. Incluso Gaudí atendió el requerimie­nto de un promotor, para encajar este servicio en un atractivo quiosco de flores. Resultó inútil y nada prosperó.

En la época de la Exposició Universal de 1888 fueron comprados en París varios ejemplares del modelo llamado vespasiana, que fueron anclados en puntos muy céntricos.

No acabó de cuajar, y al poco comenzaron a ser construido­s lavabos subterráne­os; el primero fue bajo el monumento a Pitarra, pese a la indignació­n de la familia.

El cronista Jeroni Pujades dio fe de que en 1601 el alcalde vigilaba que nadie se orinara en la pared del Ayuntamien­to, y fue apodado el batlle de les pixarelles. Pudo ser adjudicado también al alcalde Joan Clos, al reclamar: “S’ha de sortir pixat de casa”.

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Una vespasiana fue incluso situada en este punto tan noble de la Rambla
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