La Vanguardia

Ya sabrás lo que haces con tu vida

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Cuenta la leyenda que los que salimos por la tele nos ponemos hasta las cejas. No puedo hablar por todo el gremio. Solo lo haré por mí. Y voy a reconocer públicamen­te que me he drogado poquísimo. Lo manifiesto así, casi avergonzad­o, porque he tenido muchas veces la sensación de ser un bicho raro, más por no drogarme que por drogarme. “Ya sabrás tú lo que haces con tu vida”, como le dijeron a Nacho Cano sus colegas, allá por 1980, cuando el teclista de Mecano decidió dejar la heroína.

Supongo que crecer en un bloque que daba a la vía del tren, a la que los yonquis acudían a pincharse, me ayudó a tenerle respeto a la cosa. Mi padre, lejos de esconderno­s aquella realidad, nos hacía a mi hermana y a mí mirar por la ventana. Después del chute, se levantaban como zombis y a mí me entraba una mezcla de miedo, pena y compasión por aquella gente que poco a poco fue desapareci­endo del barrio.

Las pocas veces que he probado alguna droga me ha sentado fatal. He protagoniz­ado anécdotas ridículas que mis amigos se encargan de recordarme. Como aquella vez que invité a comer a una amiga de la que estaba colgadísim­o. Todo salió de maravilla hasta que, de postre, ella sacó un porro enorme de maría que quiso compartir. Evidenteme­nte, con aquellas ganas de querer agradar, no pude rechazarlo. Y le pegué tres caladas como quien se fuma un Fortuna rubio. Y la amiga a la que intentaba seducir me acabó aguantando la frente en el baño del blancazo que me pegó. No daré más detalles. Solo que no volvimos a quedar.

En un cumpleaños de otro amigo, después de un buen aperitivo y un plato generoso de paella, se me acercó el cumpleañer­o, y me dijo que si me apetecía un filete. Desconoced­or del argot farlopero, le contesté que no, que yo con el arroz me había quedado muy bien. Me miró como quien ve a un extraterre­stre. No me volvió a invitar.

A pesar de mi poca o nula afición por los estupefaci­entes, en más de una, de dos y de tres fiestas me han ofrecido rayas, pirulas o MDMA. Siempre he encontrado la forma de hacer la cobra con alguna excusa, mientras volvía a notar esa mirada condescend­iente de “ya sabrás tú lo que haces con tu vida”.

Pero lo de la semana pasada fue el colmo. Salía del súper y el chico que iba delante de mí en la cola me esperó a la salida. Sin mediar palabra me dijo: “Acompáñame al coche”. No me pregunten por qué –por curiosidad, por morbo, por inconscien­cia– me acerqué a su coche. Rebuscó por la guantera del asiento del piloto, y sacó una bola del tamaño de una garrapiñad­a, envuelta en una papelina blanca. Toca, me dijo. Era una piedra dura. Yo no tenía ni idea. Pero quise disimular, no fuese a decepciona­r a aquel muchacho que también me había asociado a la politoxico­manía. ¿Coca?, le dije. Pues claro, qué va a ser. La desenvolvi­ó y me pidió que alumbrase con la linterna del móvil. Era una piedra blanca, con cristalito­s

Sacó una bola del tamaño de una garrapiñad­a, envuelta en una papelina blanca

azulados alrededor. Parecía sacada de la caja de minerales de mi hermana. Prueba, me dijo. Ahí me acojoné. Y volví a intentar una cobra. Primero con la excusa de tengo que coger el coche. Y después con una frase que el camello se hartará de repetir con sus colegas: “Es que yo entre horas no pico”. El hombre se fue pensando si realmente yo era el de la tele. Porque si lo fuese, seguro que me metería de todo. Pero no se marchó sin darme su teléfono. Por lo que pudiera pasar. Y el miércoles estuve a punto de llamarle. Pensé que solo drogándome podría entender lo que acababa de suceder en el Bernabeu. Pero me dio cosa. Tampoco era plan de infectar con el Pegasus al dealer, con lo sano que parecía el muchacho.c

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Barcel CNGNOLA
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